La vida en Monterrey es una simulación cotidiana, una normalidad que está terminando con nosotros en lo ambiental, lo social, lo político y lo emocional.
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La ciudad de Monterrey genera un estilo de animadversión muy particular y no sólo a quienes observan sus extraños excesos como espectadores ajenos, también en algunos de sus habitantes. Su identidad oscila entre un difuso orgullo histórico que la consolida como un emblema de la modernidad y el industrialismo emprendedor, y una suerte de “rancho” de esencia reaccionaria.
Monterrey es, en su cualidad más profunda, una continua contradicción.
Esa dinámica tragicómica resulta ideal para intentar entender las incoherencias del capitalismo tardío (mismas que se han establecido en esta ciudad). En ese sentido, podríamos decir que en Monterrey se experimenta el fin del mundo. No hablamos aquí de una condición apocalíptica repentina, la de aquellos cataclismos nucleares de los 80s y 90s con los que se vivían las noches de la Guerra Fría. No. Aquí hablamos de un proceso de desgaste lento y desesperante que a diario nos va aniquilando sin que nos interese preguntarnos ¿por qué?
Como refería Mark Fisher al reseñar Los Hijos del Hombre:
«La catástrofe no está esperando en la carretera, ni tampoco ya ocurrió. Más bien se le está viviendo. No hay un momento puntual del desastre, el mundo no termina con una explosión, sino que parpadea, se desenreda, gradualmente se desmorona».
— TOMADO DE K-PUNK VOLUMEN 1
Esta es la esencia del Monterrey del 2020: una ciudad que advierte de forma anticipada un estilo del fin del mundo muy relevante a la época. En su día a día, es posible observar la interacción orgánica de una democracia vacía, un orden simbólico absurdo, un neo-conservadurismo ramplón, sectores contestatarios de izquierda y un declive ambiental un tanto aterrador. Al centro de ese mar de elementos y dinámicas sociales complejas se encuentra el regio, con una identidad igual de múltiple y compleja.
Intentar desmenuzar la identidad del regiomontano sería inútil, pues al menos hoy ese imaginario opera también en una constante paradoja. Permanece auto-referente y con una noción histórica infantil, pero permanece. Ya no da para hablar únicamente de aquel aficionado al fútbol, amante de la carne asada, machista y celoso protector de su familia (esa de configuración tradicional, o “natural” como le dicen); tampoco del equivalente de “niña bien”, blanca, católica y hueca. Aunque estos arquetipos recientes existen y coexisten reafirmando un carácter tradicionalista, el nuevo mantra del “todo es político” ha catalizado a una comunidad que opera fragmentada en el desierto de la arena política local, haciendo de todo —y por todo— una controversia más o menos insoluble.
Resultaría casi imposible tratar de discretizar aquí a sectores e identidades, cuando más bien de lo que nos interesa es hablar de estructuras. Para elaborar sobre el panorama de fin del mundo que vive Monterrey, planteo que nos enfoquemos en tres elementos: el vacío orden político, el colapso ambiental y la simulación cotidiana.
El primer signo del Apocalipsis siempre es el más obvio: el del medio ambiente. El monumento al despojo que es el estadio BBVA resume en pocas palabras la relación miope que tiene una de las ciudades más contaminadas de América Latina en este tema. Mientras la sociedad regiomontana parece entender perfectamente la precariedad ambiental de la ciudad, el Estado se desentiende y se sigue replegando a una función mediocre de intermediario del capital. Los medios de comunicación, como espejos manufacturados a modo para reflejar cierto ángulo de la opinión pública, muestran diariamente noticias de ignominias ambientales como eventos discretos, aislados y no más controvertidos que un resultado deportivo. Hay vecinos regejos que prefieren una vuelta vehicular a la izquierda antes que un camellón con árboles, se aprueban injustificadas alzas a las tarifas del transporte público y la cultura del auto sigue bloqueando la emergencia de una cultura ciclista; y luego están los políticos que, ignorando el desastroso saldo del huracán Alex, aún piensan que es buena idea comercializar los terrenos de un río vivo para construir un viaductillo.
Ejemplos tenemos y bastantes, lo interesante es observar estos hechos en el marco de nuestras respuestas. Estamos paralizados, y en esa parálisis vemos pasar una lenta pero continua degradación del medio ambiente. Una degradación que ya no sólo se observa en las molestias típicas de calor y suciedad, sino en el deterioro continuo de nuestra salud y la baja, lenta pero segura, de nuestra esperanza de vida.
Recientemente se convocó a una protesta contra la irregular reanudación del proyecto Valle de Reyes, nombre atractivo para un ecocidio de un área natural protegida. Nuevamente ahí se mostraron las cualidades contradictorias de nuestra sociedad: se generó un tráfico vehicular terrible en las inmediaciones de La Huasteca, y la manifestación fue más en la línea de un meet & greet con amigos y algunas celebridades políticas locales. A pocos días del evento de protesta, se anunció un nuevo plan de manejo de la zona que, enmarcado en esta constante paradoja, permitirá definir construcciones y abolir “prohibicionismos” al tiempo que frenará nuevos desarrollos (¿?) — inserte aquí el emoji de “no sé”.
Por su lado, el monolito empresarial —deidad mayor en estas tierras— opera impunemente montones de emisiones contaminantes y dañinas con la única justificación de mantener el business as usual (la única lógica de este Monterrey absurdo). Ternium y Alcali son los ejemplos mediáticos más recientes, sin embargo, el espectro de las pedreras acecha diariamente cuando observamos los cerros mordidos y las nubes de partículas contaminantes como única herencia de su antigua grandeza. Estamos, literalmente, comiéndonos vivo el orgullo materializado de “la ciudad de las montañas”. El único matiz que faltaría para aderezar de angustia distópica, además de saber que el exceso diario de más de 45 μg/m³ de PM2.5 nos está quitando tranquilamente unos cinco años de vida, es empezar a salir a la calle con mascarillas para darle la vibra cyberpunk de Neo León 2025.
Muy de la mano viene otra gran condición apocalíptica: el constante vaciado del orden simbólico de la política electoral. Votar al primer gobernador Independienteᵀᴹ es, en ese mismo ánimo antipódico, tanto una ruptura del orden partidista como una burla al interior del mismo sistema. Pocos regiomontanos podrían argumentar hoy algún punto positivo de la gestión del Bronco, sin embargo, observar videos, panorámicos y discursos de su campaña nos remonta con nostalgia patológica a una región que hasta hace no mucho aún creía en ideales democráticos. Ideales que no sólo han caído por su propio peso —uno muy ligero, cabe mencionar— sino que han mutado a su condición viral de memes, infectando así a todo el arreglo político, causándole la grave enfermedad de la vacuidad.
Nuestros políticos estrella son justo eso, el vestigio espectral de una democracia ficción. Son no-muertos plásticos, superficiales y estéticamente (des)agradables. Samuel García es el ejemplo del político-espectáculo más resonante, pero muchos otros siguen su fórmula (la mayoría en Movimiento Ciudadano y Morena). Operan bajo una especie de política 4.0, como si por obra de su vacío fueran mucho más ágiles y veloces que los demás partidos para presentarse como caricatura política.
El tema es serio, esa fórmula de política simulada está dando resultados y ya coloca al niño maravilla como candidato preferencial para el desgraciado puesto de gobernador. Nada sabe más a fin de los tiempos que vivir en carne propia el fenómeno de la simulación política a nivel local. Nada que envidiarle a los Trumps, Bolsonaros, Boris Johnsons y, claro, AMLOs de otras regiones. El suelo regiomontano es fértil para la neo-reacción. Un suelo fecundado con aspiraciones de paraíso tecnocrático al más puro estilo anarco-capitalista de pseudo intelectuales como Peter Thiel (como democracia y libertad no son compatibles, entonces aceptemos abiertamente que el libre mercado puede operar, incluso mejor, en arreglos neo-fascistas).
Pero de esos absurdos casi inexplicables surgen también contrarios positivos. Por virtud de la emergencia distópica aparecen respuestas, movimientos, resistencias y chispazos de esperanza. La otra cara de la moneda de ese embrollo vergonzoso de políticos-memes, es un Monterrey que contesta con una sociedad civil organizada y activa. Esa misma que hace una década brillaba por su ausencia y ahora se consolida en repetidas ocasiones como un motor de discurso y activismo de peso, desde donde surgen luchas feministas, ambientales y políticas. Hay material suficiente como para otro texto con un listado de organizaciones, grupos, iniciativas, programas e historias de las luchas sociales regiomontanas en los últimos años. Cuanto más cruento el ambiente apocalíptico, más fuerte también el potencial de resistencia. Hasta filosofía se hace en Monterrey. Imagínense.
Menos mal que hay sectores de la sociedad regia que pretenden detener o aminorar nuestro descarrilamiento. Sin embargo, la permanente aura de confusión y sinsentido que respiramos genera que muchas de estas iniciativas operen aisladas o incluso como parte de la reacción misma. A veces nuestro tío ultraconservador se siente igual de revolucionario que nuestros más radicales activistas ambientales en virtud de todo este clima social intratable.
Al final pudiéramos resumir toda esta vibra apocalíptica en el concepto de la realidad espectacular, como implosión estética de los significados cotidianos. El espectáculo es un concepto desarrollado por Guy Debord que básicamente habla de cómo nos hemos transformado en espectadores pasivos de un presente inercial, uno que nos mueve —casi como marionetas— a seguir operando en él a pesar de sus contradicciones patentes.
El eje del espectáculo es la distracción, la vida aparente. Vivir en Monterrey es actuar diariamente una mentira, una simulación sin referente real, como diría Baudrillard. No es solamente oscilar entre polos opuestos, sino seguir viviendo una normalidad que está terminando con nosotros en lo ambiental, lo social, lo político y lo emocional. La simulación cotidiana es el acumulado de millones de personas que salimos diario a trabajar como si el mundo no se estuviera terminando. Pasamos de 8 a 12 horas (o más), de 5 a 6 días de la semana (o más) luchando para sobrevivir en este torbellino de precarización. Y el poquito tiempo libre que nos queda es para escapar la agobiante realidad de que el mundo se nos está acabando en vivo y a todo color.
No es sólo que Monterrey sea una tierra de sinsentidos, sino más bien que esta confusión aparente resulta de una adaptación a las contradicciones intrínsecas del capitalismo tardío.
Al final, todos fingimos, pero nadie es engañado. La pregunta resulta, como siempre, en el típico ¿y qué podemos hacer? lo cual resulta más complejo de lo que nos gustaría aceptar. La desinformación constante, el vacío, la política ficción, el espectáculo, la hiperrealidad, el futuro cautivo e inexistente, todo es parte del mismo presente simulado. El absurdo se ha vuelto casi insoportable y, sin embargo, no se ha desbordado del todo.
No me queda más que sugerir radicalidades del tamaño del mismo fin de los tiempos... pero, tal vez y antes que eso, lo mejor sea reunirnos a dialogar. Y no sobre estos síntomas en lo particular, sino sobre una praxis para el fin del mundo en lo general. Y qué mejor que hacerlo en nuestra capital proto-apocalíptica.
Monterrey como espacio proto-apocalíptico
Federico Compeán
29.ene.20