
Me genera mucha paz interiorizar que el propósito de este formato textual no es generar “engagement” ni mucho menos competir por atención, sino simplemente existir como registro: una forma de resistencia contra la vorágine del contenido.
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[NOTA INTRODUCTORIA] He masajeado este texto por semanas. Y aunque el writer’s block definitivamente ha sido un obstáculo [cuándo no], lo peor es que no encontraba la manera coherente de abordar las reflexiones inconexas [compendio de agravios, más que nada] que vengo a escupir en este bodrio de ensayo. La buena noticia es que para ello tenemos una sección como Desvarío; la mala, que esa misma dificultad para armar este texto prueba mi punto: ¿cómo se estructura, redacta y disemina una argumentación textual en la era del scroll aleatorio, de la verborrea podcastera, del declive de los medios tradicionales, de la aparición multitudinaria de voces cacofónicas?
La respuesta con atajo es que se escribe de la misma manera, es decir: se escribe, se borra, se edita, se reescribe, se agregan y quitan cosas; el texto “final” genera, al mismo tiempo, confianza y aborrecimiento del autor; se vuelven a ajustar párrafos, se encuentran adjetivos, se re-formulan ideas, conceptos, metáforas; se guarda un rato en la congeladora y cuando se vuelve a retomar, comienza otra vez el ciclo tantas veces sea soportable. Nadie puede, en una sola sentada, escribir de corrido y entregar [este absoluto lo sostengo]. Liberado el texto [y el autor] y suponiendo que se trata de una publicación digital, comienza una fase relativamente “nueva” para su distribución, proceso que hoy está supuestamente “democratizado”, aunque aplica más decir que está “algoritmizado”. Para entregar el texto, hay que recurrir al feed de X, Instagram, Facebook o TikTok, embudos que se han convertido en el único canal de distribución donde viajan tanto el contenido relacionado a “Lupita TikTok”, como las fotografías del cumpleaños de tu tía y el texto póstumo de Krauze sobre Vargas Llosa.
Buena suerte en ser leído.
Superado el temor de la intrascendencia, ahora estoy más convencido que este formato en particular, el textual, no tiene por qué competir ni coexistir en la misma dinámica del content. Si parece contraintuitivo, es porque lo es. Por supuesto que esto carece de sentido para organizaciones mediáticas cuya supervivencia depende de participar frontalmente en esa competencia por la atención [más atención = más anunciantes], pero pues esa es otra batalla que no le compete a este espacio dar. Por eso me genera mucha paz interiorizar que el propósito de este formato textual no es generar “engagement” ni mucho menos competir por atención, sino simplemente existir como registro. ¿A qué me refiero? Me voy a permitir hacer una analogía híper-cursi: si el content es el highway de alta velocidad en la súpercarretera de la información, entonces los espacios textuales son las salidas laterales con área de descanso; en estos espacios puedes encontrar desde comida chatarra y golosinas, hasta un buen corte de carne y productos elaborados localmente. Esas “salidas” siempre van a estar ahí, como un detour que a veces se anuncian en el trayecto y otras veces solo aparecen como brecha.
Existir solo como registro es, creo, también una forma de resistencia contra la vorágine del contenido. Sé perfectamente que no es un business model a seguir, pero a estas alturas creo que vale más la pena cuestionar precisamente eso, el “modelo de negocio”, porque temo que la atención de potenciales lectores seguirá circulando a toda velocidad y sin freno por esa avenidota llamada content.
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Cada tanto, con más frecuencia de la que me gustaría admitir, entro en una etapa de indiferencia, desapego y hasta de cinismo respecto al periodismo, actividad que, en teoría, es mi profesión. Y digo que en teoría porque prácticamente hace una década que dejé de vivir de aquello de lo que me titulé; haciendo memoria, más-menos viví de ello por un periodo similar, unos diez años. Aunque es una profesión que ya no ejerzo formalmente, sí que la profeso. Los más románticos dirán que pensar en el periodismo también es ejercerlo; pero ese romanticismo se desmorona y pierde todo sentido cuando lo equiparo a otras profesiones u oficios: ¿pensar en la carpintería te hace un carpintero? No, ¿verdad? Además, me atrevo a decir que para ejercerlo hay que sufrirlo, y qué “mejor” sufrimiento que tratar de vivir de ello en 2025, en plena era de los creadores de contenido, la cultura influencer y el descrédito de los medios tradicionales de comunicación [obviando el peligro más latente: la intimidación y los ataques desde el poder, tanto institucional como criminal]. Y todavía más deep: nunca me consideré un periodista, por lo menos no en su sentido más puro. Ese honor se lo dejo a quienes sí están en las calles reporteando, buscando las historias, construyendo relaciones de confianza con sus fuentes; la labor de escritorio, por lo menos para mí, es distinta. No es menos ni más importante, pero sí distinta. Redactar, editar o analizar información frente a una computadora, realizando entrevistas ocasionales a personajes centrales de la historia [con “h” minúscula], claro que representa un reto y hay que tener cierto talento para lograr un texto. Sin embargo, no considero que eso me haga un periodista; puedo estar haciendo periodismo [analizando, indagando, cuestionando, contextualizando], pero creo que manufacturar periodismo no te hace necesariamente un periodista.
Nótese, por si no fuera suficientemente obvio, que estoy enfatizando la distancia descomunal que hay entre hacer periodismo y hacer contenido, entre ser un periodista y ser un creador de contenido, incluso entre consumir una u otra cosa. Cualquiera puede “hacer contenido”, basta darle publicar a lo que sea y listo. Incluso hoy, la prensa local y nacional está incursionando en algo que podemos llamarle modalidad híbrida: entre que medio hacen content y medio hacen periodismo, algo que lamento pero también me genera mucha antipatía.
En fin.
El enredo anterior solo me sirve para tratar de ubicar y justificar desde dónde viene mi manera de pensar el periodismo y, como trataré de elaborar más adelante, para posicionarme ante el ecosistema mediático actual. Creo que es evidente que parto desde una posición un tanto problemática y de respeto. Y respeto es lo que menos tengo hacia el momento mediático que estamos viviendo. Por lo menos esa es mi reacción visceral inicial, aunque es mucho más complicado que eso.
Entre las complicaciones, cada vez resulta más difícil defender al legacy media, a la prensa y medios tradicionales; por su anacronismo y conflicto de intereses, por sus compromisos comerciales por encima de los editoriales, por tratar de imitar formatos y estilos trending en las redes, por ser bastión de la brecha generacional, por amplificar unas voces y silenciar otras, por generar contenido relleno como estrategia SEO, por cubrir los espectáculos y los deportes como farándula [con la anticuada receta del morbo y el sensacionalismo], por dejar de hacer crítica, por dejar de pensar y provocar el pensamiento, por su tibieza en unas cosas y por su osadía en otras.
Entiendo más no justifico el shock de ver su relevancia pulverizada ante adolescentes [y adultos por igual] que consumen/producen contenido frente a un teléfono con el propósito de pasar el rato/viralizarse. Escuchar y decir cualquier cosa se ha convertido en la cacofonía perfecta para a) despojar de toda relevancia a los medios tradicionales, b) sumergirse como audiencia en una reconfortante pasividad y, c), centrar en lo individual esta [supuesta] experiencia compartida de lo que llamamos el internet.
Por otro lado, claro que disfruto y me resulta entretenido ver content de perritos y gatitos, de borrachitos, de cierto tipo de pranks, de momentos pseudo-paranormales captados en video y hasta tips y hacks hogareños; incluso puedo disfrutar una que otra reflexión o “explicativo” sobre cultura, sociedad o hasta de política; es más, a veces tolero hasta el contenido anecdótico «storytime de cuando...». Pero, ¿consumir solo eso?
Espero que este rant no se esté leyendo como el Tío que se puso a teclear añorando “tiempos mejores”, esa no es mi intención. Para que quede bien claro: lo que sucedía pre-internet para nada era mejor que la porquería mediatizada en la que vivimos hoy. Dicho esto, confieso que aún no logro entender ni la motivación ni la energía ni la osadía ni la presión social y/o generacional de quienes se atreven a tomar un teléfono para usarlo como micrófono y decir algo, lo que sea, y compartirlo con el mundo. ¿Lo consumo? Sí, ni que viviera debajo de una piedra metafórica. ¿Lo promuevo? No, ni que tuviera ímpetu influenceril.
Creo que esa falta de entendimiento es más de forma que de fondo. Es decir, entiendo perfecto que todo mundo tiene una necesidad innata de hacerse escuchar y que hoy, gracias al alcance de las redes, no basta con hacerse escuchar en un círculo familiar y social cuando existe la posibilidad de tener una audiencia global. Va, pero lo que no entiendo es la necesidad de protagonismo visual y esto lo digo, evidentemente, desde una trinchera textual [trinchera que, ya hemos discutido y defendido anteriormente en este espacio].
Afortunadamente crecí antes del internet y esa característica generacional seguro explica muchas cosas. Recalco esa fortuna, sobre todo después de haber visto la miniserie de Adolescence en Netflix; no puedo imaginar la sensación de cursar la primaria o secundaria con la presión de las redes sociales. Crecí con la mitología del periodismo, leyendo ocasionalmente en el estudio de mi papá Proceso o el Reader’s Digest, y hasta ojeando las curiosidades del Muy Interesante en la hemeroteca de la secundaria [equivalente hoy al bizarro feed “For You” en X]. A lo que voy es que pertenezco a la generación que se permitía aburrirse sin contenidos de por medio, y esa dicha hoy la celebro más que nunca. Esa escasez de contenidos siento que, por lo menos a mí, me dio las herramientas para desarrollar un sentido de distancia y acidez hacia esa nueva necesidad inventada de ser alguien y decir algo en la pantalla de un teléfono.
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El ecosistema de contenidos cada vez me parece más repulsivo, asfixiante y pues, sí, adictivo. Pero esa no es la razón por la que comencé a escupir todo esto.
Cada año, consulto las predicciones que hace el Nieman Journalism Lab, un proyecto de la Universidad de Harvard impulsado por la Nieman Foundation for Journalism. En su sitio web se describen como «un intento por ayudar al periodismo a entender su futuro en la era de Internet», y año tras año publican un compilado de predicciones de personajes involucrados —o no— con el periodismo... anglo. Con todo y que esté enfocado al mundo journo de habla inglesa, no puedo evitar el morbo de asomarme a ver qué andan pensando quienes tienen un pie en la innovación digital del periodismo, aunque muchas de las predicciones parecen más dirigidas al departamento de marketing y de ventas que a los equipos editoriales... y eso es síntoma de que algo está cambiando o que algo se está perdiendo. No pude evitar sentir náuseas con algunas de las predicciones de 2025 que tienen que ver con la manera en que se llega a las audiencias, o las que sugieren adaptar estilos de “creadores de contenidos”:
«Media companies will love their websites a lot less», «Embracing influencers as allies», «Influencers become journalists», «Content creators find a place in newsrooms», «We’ll stop looking down on content creators»...
Por supuesto que también pronostican cosas buenas, hasta optimistas: el auge de las noticias locales, el regreso [por enésima vez anunciado] del formato impreso o una actitud de fuera “máscaras objetivas” para hacer periodismo casi militante, entre otras. Sin embargo, le tengo un desprecio particular [porque lo viví en su momento] a las fronteras cada vez más endebles entre editorial / marketing / ventas.
Hace poco leí la chisma sobre la vacante que se abrió en Vanity Fair, para nada más y nada menos que ocupar el puesto de Global Editorial Director. Desde el encabezado, la nota del NYT «Who Wants to Run Vanity Fair? Everyone? Anyone?» tiene un guiño de ironía pues, ante el ecosistema mediático actual, al parecer no basta con tener el expertise periodístico-editorial sino entrarle a las métricas y la estrategia de tráfico:
«Alguna vez uno de los puestos más codiciados del periodismo estadounidense, la dirección editorial de Vanity Fair ostentó durante décadas un aura de sofisticación e influencia cultural, con presupuestos aparentemente ilimitados para producciones fotográficas fastuosas. Pero a medida que la industria de las revistas se ha contraído, muchas de las partes más decadentes del oficio han desaparecido, reemplazadas por juntas sobre tráfico web y nuevas fuentes de ingresos. Y eso ha llevado a que la gente cuestione el atractivo actual del puesto».
Qué estrés y qué horror tener el jale de tratar de empaquetar un longform de portada de 50 mil caracteres en un reelsito de 60 segundos para que el respetable se apiade con darle click a tu link in bio y tener que dar cuentas de engagement con el Board of Directors de Condé Nast.
Pecando de entusiasta y minimizando toda la operación editorial-financera que se requiere para mantener a flote un medio de esas magnitudes, por eso [haha] me aferro a la idea de entender a los espacios textuales como registros de momentos coyunturales y reflexiones atemporales, que están ahí disponibles para consulta en alguna chance-salida de la vorágine del content, y no bajo dinámicas marketeras de Google Analytics y engagement data.
En fin [no. 2].
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Me parece curioso y hasta cierto punto entendible que, de vez en cuando, sean personajes adyacentes al periodismo quienes den un madrazo de realidad con un comentario, un punch line bien dado o, incluso, con alguna pieza. Ergo, Larry David.
La inesperada columna que Larry David envió a la sección de Opinión del NYT es, quizá, la bofetada más clara de cómo el formato textual debe pensarse y puede hacer pensar. «My Dinner With Adolf» es cátedra de subtexto y de ironía sin explicaciones. No nada más da carpetazo final a la denostación gremial contra Bill Maher [contexto de Patrick Healy, editor de la sección de opinión del NYT], funciona a un nivel más macro como crítica ante las seducciones del autoritarismo.
«A veces, la mejor manera de presentar un argumento de opinión no es a través de un ensayo tradicional. Los estadounidenses están inundados de noticias; a veces se necesita una provocación satírica para lograr sobresalir, incluso a riesgo de causar ofensa».
Patrick Healy, editor de la sección de opinión del NYT.
También me dio gusto leer a Jon Caramanica [pop music critic y co-host del “Popcast” en NYT] con su ensayo descaradamente a la David Carr sobre el podcastero Theo Von. Tristemente, es poco común ver en la prensa nacional análisis escritos así, que se salen de la caja y se dan la libertad [¡blasfemia!] de, entre otros recursos estilísticos, incluirse a sí mismos entre líneas [saludos a Dominga de Milenio por promover esas libertades].
De regreso a la realidad local, corajes. La relación devoción-respeto que tiene la dirección del periódico El Norte con Mauricio Fernández, alcalde de San Pedro Garza García, nubla todo esfuerzo periodístico ya no digo por criticar, sino simplemente cuestionar. La cobertura sobre la reubicación de Los Tubos, la compra de un terreno que antes tenía uso industrial [vía Akra, de Grupo Alfa] para convertirlo en parque, así como la destitución de una integrante del Consejo Consultivo Ciudadano de la SSP del municipio por insinuar siquiera que a lo mejor ese terreno está contaminado, y la supuesta consulta pública sobre la revocación de las “densidades optativas” [concepto que, por cierto, nadie ha atinado a explicar] en Centrito, aparentemente no están relacionadas entre sí. O por lo menos eso es lo que da a entender El Norte con su distintiva tibieza “objetiva”, pero queda claro que esta vez no pecaron de ingenuos ni se trata de falta de visión periodística. Veladamente, El Norte no ató cabos para siquiera cuestionar un posible conflicto de interés del alcalde, la empresa de su familia y su cruzada personal por desmadrar todo lo que esté relacionado a su antecesor [muy Trumpcito de su parte], a quien por cierto aborrece.
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Por último, me acordé de este video que me mandó Esteban y que me hizo click y ruido al mismo tiempo. La voz de fondo retoma un extracto de una entrevista que dio John Eldredge, autor cristiano, pero montado en un video de jardinería aesthetic del influencer de slow life, Brandon Frias. El argumento es, literalmente [por la característica cristiana de su autor], ignorance is bliss: la bendición de no saber de las tragedias que suceden en el mundo, la bendición de no estar consumido por las noticias porque fuimos programados para vivir en sociedades compactas y no tenemos que estresarnos por lo que sucede en el Congo, Ucrania, etcétera. Ponle. O sea, deli vivir exiliado de las tragedias internacionales, cuidando plantitas, compartiendo contenido con musiquita cursi de licencia libre con tus seguidores de todo el mundo.
Pero, pero. Creo que mejor dejo este tema para una discusión interna que me sirva para hacer una parte dos o la versión mil de la lista de agravios mediáticos que tengo. Por lo pronto, y como suelo hacer, cierro este bodrio con ninguna conclusión para, en cambio, hacer un endorsement a este rant publicado por Sustrato [que recomiendo ampliamente]: «Estoy harto. Mi generación es incapaz de distinguir la información de la basura».
Una serie de agravios / despotricamientos mediáticos
j. zertuche Fundador y editor de «contextual». Anteriormente: Residente Monterrey, en su última etapa bajo el lema “Acciones para una ciudad mejor”.
30.abr.25