Esto es una especie de reply que abona más preguntas que respuestas a una reflexión desvariada, publicada aquí hace unos meses, que cuestionaba la pertinencia de seguir escribiendo y publicando textos en la era del scroll del desprecio.
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En el momento de su publicación, leí con bastante atención el texto Ponle. Las inquietudes centrales del ensayo me hablaron de forma directa por mis propias aspiraciones editoriales. No solo eso, sino también como parte de la reflexión siempre pertinente sobre la dinámica misma del internet, su mercado de atención y lo que esto implica en las formas nuevas de cotidianeidad.
Y como también es propio de nuestro presente, preparar una respuesta articulada es una tarea de unos minutos que tarda meses en encontrar un hueco en la monótona agenda del día a día. Así que aquí nos encontramos, 6 meses después.
Dejando de lado la nostalgia e idealización de tiempos en los que la palabra escrita comandaba atención, respeto y solemnidad, creo que es preciso enfocar el fenómeno a los textos que se divulgan exclusivamente en la virtualidad. [A pesar de que la industria editorial y literaria pudiera parecer irrelevante, hoy permanece. Desconozco si la dinámica de ese mercado es simplemente un dispositivo de simulación y supervivencia, pero al menos yo aún me encuentro comprando libros, con todo y las dificultades que representa leerlos].
Estoy de acuerdo, sin embargo, en que el rol de un ensayo en el basto mundo del internet pudiera sentirse como inútil. Al final, hay memes que en su saturación hermenéutica parecen expresar en un instante lo que tomaría párrafos explicar. ¿La diferencia? Que esas piezas de contenido más inmediato pueden operar solo mediante la acumulación automática y algorítmica de referencias comunes. Es decir, por virtud misma del funcionamiento de la “economía” de la atención, el significado sobre el cuál se sostienen del scrolleo infinito opera sobre una réplica de mensajes comunicados de ideas ya entendidas y de afectos cuya familiaridad colectiva es tal, que se tornan en respuestas automáticas. El principio operativo del internet actual es generar impulsos cuyas reacciones ya están calculadas.
En ese sentido, el internet se experimenta como una especie de reflejo físico; algo similar a las sensaciones más básicas del hipotálamo. Hay una necesidad casi fisiológica, una comezón etérea que solo se resuelve mediante un comentario incendiario sobre un encabezado deshonesto.
No es mi intención aquí analizar ni mucho menos prescribir sobre el funcionamiento de la red de redes. Pero si me parece importante orientar la discusión en torno a la dificultad de ubicar al texto —o cualquier otro contenido que demande atención o una presencia enfocada y consciente— más allá de un click, como algo no muy distinto a la de una experiencia estética.
La pregunta que resuena del texto Ponle es la siguiente: «qué caso tiene escribir o editar un ensayo […] que vive “exiliado”». El cuestionamiento desencadena varias preguntas; ¿para quién se escribe? y ¿por qué se escribe? siendo las más importantes. Sin embargo, surgen otras preguntas más “funcionales”, como: ¿qué pasaría si ese ensayo pudiera estar integrado en esa red de contenidos que “inundan” las redes? Es decir, ¿es simplemente un problema de distribución? ¿O es un problema de concepto, de prescripción normativa sobre el funcionamiento de la red al día de hoy?
Cualquier texto, por más largo, complejo, esotérico o poco tradicional, puede encontrar su audiencia. Cualquier contenido puede hacerlo. TikTok y sus formatos cortos son claramente la moda “masiva”, pero hay videoensayos de 10 horas y artículos académicos oscuros que se distribuyen como Pepsi cards (referencia de un millenial mayor) en algunos foros de Discord.
La capacidad de distribución tiene que ver con la voluntad que se tenga de adaptarse al algoritmo en su plataforma o nicho particular. Es un trabajo arduo, no siempre obvio y que implica compromisos claros de forma y, a veces, de fondo. Es un proceso de mimesis, de llenar moldes prefabricados y ahí, en su generalidad, intentar producir la intención original del texto.
La pregunta entonces regresa, pero desde otra perspectiva. No se trata de cuestionar el propósito de escribir un texto, sino de ubicar su finalidad; y no solo del texto, sino del proyecto editorial completo. El problema radica en que la respuesta puede indicarnos que, tal vez, eso que queremos lograr, ese punto en que queremos incidir (sea estético o político), nos demanda otra estrategia que no sea el texto mismo.
Ahora bien, si la finalidad es la escritura por la escritura, entonces el ejercicio es propio, tengamos o no un lector. Eso, desafortunadamente, nos ubica en terrenos más pantanosos, pues estamos ahora obligados a hablar del arte y la condición del espectador.
Hay, sin embargo, otra posibilidad. Si integramos de forma consciente esa finalidad esperada, ese resultado deseado (ya sea artístico, político o afectivo) en la dinámica de creación misma, hay pequeños potenciales de quiebres inerciales. Es decir, si imaginamos los textos como solo un elemento en el diseño de una mecánica de interacción colectiva, es posible habitar los algoritmos como mero paso funcional y no como requisito estricto para la existencia del ensayo. La presencia del texto estaría entonces ligada a un ejercicio colectivo consciente, en dónde se espera respuesta, se espera reacción y se esperan tensiones, pero no como reflejos inconsciente, sino como parte de un proceso para pensar y pensarnos.
Esto es más fácil de describir que de hacer, pero siempre es posible trasgredir el medio. En el caso de las oleadas infinitas de contenido en redes, no sé trata de hacerlo superficialmente mediante simulaciones estéticas o formulas algorítmicas, sino de ubicar un texto dentro y fuera de la dinámica misma del internet.
Así, la pregunta 2.0 se transforma en algo casi como un meme: ¿Cómo hago que el texto toque pasto? Esperando a que, cuando lo haga, estemos todos reunidos a su alrededor.
Sobre el futuro del Texto
Federico Compeán
16.ene.24