Diego Enrique Osorno busca a Samuel Noyola, poeta y amigo desaparecido desde hace una década, en su más reciente documental. Sin embargo, en Vaquero del mediodía lo que encontramos es otra mirada hacia la hostilidad de Monterrey.
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“Lo que siento por Monterrey no es ni siquiera amor-odio, está claro que odio a la ciudad. Odio ese tipo de ciudad, pero como ahí nací, crecí y está la gente que más quiero, ese odio entra en conflicto porque quiero entenderla y quererla, y quiero encontrar cosas que me hagan amarla”, confiesa en videollamada Diego Enrique Osorno, periodista y documentalista.
Parte de su filmografía revela no sólo su cercana relación con Monterrey (que describe como su “musa”), también delata ese odio atravesado que siente por la ciudad: El alcalde (2012), El poder de la Silla (2014), El valiente ve la muerte una vez (2019) o Vaquero del mediodía (2019), recientemente estrenado en Netflix y el motivo de esta entrevista, dan muestra de ello.
Vaquero del mediodía recoge la historia de Samuel Noyola, personaje que encarna el arquetipo del poeta maldito: irreverente, vagabundo, marginal, borracho, conflictivo. A través de su obra, las anécdotas que lo rodean y su propia personalidad, Osorno proyecta en él ese malestar con lo regiomontano.
Diego lo conoció en algún punto de su vida, y en el documental cuenta que ese encuentro le hizo darse cuenta que debía detener sus aspiraciones de poeta.
“Más allá de lo evidente en el documental, siento admiración por él y al mismo tiempo temor por haber tomado un posible camino como él. Antes de ser periodista, tuve el desvarío de querer ser poeta y hasta publiqué un par de libros pésimos de poesía. El haber conocido a Samuel me impactó porque más allá de la personalidad —que era muy apabullante—, me deslumbró su obra y me di cuenta que ahí había poesía”, recuerda entre risas de aquel intento fallido por ser poeta.
“Samuel escribía de muchos de los temas que a mí me vibraban (la ciudad, la Calzada Madero, la guerra), con una belleza que me inhibía. Entonces opté por el periodismo para sobrevivir, según yo, y luego el periodismo se volvió mi vocación”.
La ciudad donde vale la pena ser poeta
Aunque son muchas las reflexiones que puede detonar el documental, su crítica a Monterrey y la cultura es notable por cruda.
“Si hay una ciudad donde vale la pena ser poeta es Monterrey. ¿Por qué? Por toda la adversidad que tienes a tu alrededor”, dice a cámara el poeta Pancho Serrano en Vaquero del mediodía, quien además se confiesa discípulo de Noyola.
En otra secuencia, el escritor Jesús de León, amigo de Noyola, lee parte de una entrevista que le hizo a Samuel y que se alinea con la reflexión de Serrano:
“Desde que regresé de Nicaragua he vivido en la impudicia. Impudicia es no tener pudor. Me imagino que lo he hecho así por no encontrar alternativa. Monterrey es una ciudad industrial y, aunque se diga lo contrario, protestante. No hay de otra. Lo único que te enseñan es a trabajar, pero a trabajar para las cuatro o cinco familias que han saqueado la ciudad”.
— SAMUEL NOYOLA
La crítica de Noyola a Monterrey es visceral —y hasta arrogante—, pero no por eso es desatinada: su diagnóstico es el de una sociedad desigual y con un ambiente en muchas ocasiones asfixiante para la producción cultural.
Esa hostilidad hacia la sensibilidad y la bohemia ha provocado el éxodos de artistas, como es el caso del propio Diego.
“Monterrey es una sociedad anti-intelectual, muy materialista, superflua, que me encanta contar y que en mis trabajos me gusta recoger. Todo mi mundo narrativo tiene que ver con Monterrey porque me marca mi aldea, y mi infancia, al analizar el mundo. Yo llevo eso siempre y este es un documental donde la historia de Samuel me ayuda a tratar de reflexionar sobre el lugar que puede tener la poesía en un mundo como este. ¿Todavía queda espacio para la poesía o se ha vuelto una aberración?”.
Aunque la capital de Nuevo León se vuelve contexto fundamental en Vaquero del mediodía, Osorno hace mucho énfasis en que no busca hablarle a Monterrey, sino que más bien es un pretexto.
“Monterrey es un ejemplo extremo de esa barbarie a la que se tiene que enfrentar el arte, pero no es exclusivo de Monterrey. El mundo en el que vivimos es un mundo bárbaro; voltea a ver al presidente que está por irse: ojalá que se vaya Trump. Quiero hablarle a ese momento que siento que está ocurriendo en nuestra sociedad”.
[Osorno hace un intento por dejar de hablar de Monterrey para volver al documental, pero entre mis preguntas y esa gravitación que inevitable hacia el terruño, acepta mi insistencia por seguir explorando la complicada relación entre la capital de Nuevo León y la cultura.]
— ¿Por qué entonces no ha podido consolidarse como un polo cultural teniendo densidad poblacional, recursos económicos e identidad regional?
“Hay muchos creadores en Monterrey que no tuvieron que esperar la constitución de ese polo cultural para hacer lo que ellos hacen. Al contrario, creo que el pequeño esfuerzo institucional a veces termina por arruinar a nuestros creadores, los burocratiza, les da un cubículo y un pequeño cargo y les da un cheque y ya se olvidan de la creación y viven un poco de la apariencia de ser poetas. Por un lado tienes razón, quizás como analistas diríamos que debería impulsarse ese diseño institucional, pero por otro lado, el verdadero arte no necesita tanta maquinaria. Si es verdadero y auténtico, emerge. Es una visión romántica, pero bueno, acabo de hacer un documental sobre un poeta indomable y me siento en esa sintonía", reflexiona Osorno mientras detalla las peripecias y labores complementarias (como meserear, entre otras) que tienen que hacer cada uno de los poetas, cronistas y escritores que aparecen en su documental para seguir haciendo arte.
“Para formar un polo cultural, si lo ves desde la institucionalidad, pues falta un chingo, porque nuestros gobernantes son ignorantes. Ve a nuestro gobernador, le dicen El Bronco, para empezar. ¿Cómo vas a construir un polo desde la institucionalidad?”. Aunque su tono es de clara inconformidad con la clase política vigente en Nuevo León, hay que decir que también le ha servido de objeto de análisis pues mucho de su trabajo orbita en torno al poder.
Después de todo, hizo un documental sobre Mauricio Fernández (millonario y tres veces presidente municipal de San Pedro Garza García), un libro sobre Carlos Slim y el corto-documental La muñeca tetona, que trata sobre la relación muchas veces acrítica —por no decir lambiscona— que los intelectuales sostienen con el poder y los políticos.
Incluso en Vaquero del mediodía aparece Marcela Guerra, quien fue senadora por el PRI en la pasada legislatura y se conmueve hasta las lágrimas leyendo un poema que le dedicó Samuel Noyola cuando eran pareja. Estos gestos quizá no dejan en claro qué tan inconforme se siente con el poder, aunque sí revelan un interés particular por las notas ridículas —quizás más humanas— que la política puede ofrecer.
“En general creo que la condición de adversidad que tiene Monterrey representa un potencial para los verdaderos artistas. Monterrey no es una sociedad humanista y viéndolo en términos pragmáticos, invertir en cultura la volvería un lugar más humano, participativo y democrático. Eso evidentemente no les interesa a las élites en Monterrey, les interesa otra cosa. El hecho de que los ricos de esta ciudad hayan puesto a El Bronco y hayan estado interesados en poner a Samuel García nos habla muy mal de las élites empresariales, de quienes tienen el poder”.
Los vaqueros llegaron a la ciudad
No existe tal cosa como el excepcionalismo regiomontano, pero es innegable que en el imaginario hay un choque cultural entre Monterrey y la Ciudad de México que ya es casi cultura pop.
El historiador Humberto Beck lo explica como un dispositivo ideológico donde se caricaturizan ambos polos: barbarie y cultura, capital y provincia, el trabajo y el subsidio, la empresa y el gobierno.
Sin embargo —y como el mismo Beck admite—, todo regiomontano que se muda a la CDMX sufre; Cindy la regia es una gran caricatura de ello, y si nos da risa es porque la ficción también se puede sentir documental. Y es que hay una suerte de honestidad, por no decir inocencia, que entra en apuros al tratar de descifrar los códigos culturales de “lo chilango” (puedo decir que yo lo he vivido).
En Vaquero del mediodía se narra una anécdota donde Samuel Noyola participa en una clase de Octavio Paz y se está discutiendo el poema Blanco. Tras escuchar a sus compañeros buscar significados profundos, Samuel explota en un arrebato, se levanta y grita que el poema habla de sémen y ya.
Esa irrupción es anecdótica (aunque favorece la caricatura que consolida el choque cultural), pero igual hace eco en quienes nos hemos ido de Monterrey.
“Recuerdo que me impactaba, sobre todo cuando cubría política como reportero, que yo decía una u otra cosa y mis interlocutores creían que no era lo que yo quería decir, sino que hablaba en clave. A mí me costó al principio entrar a estos códigos más politizados, más este juego de máscaras que se da en la Ciudad de México donde lo que dices no es lo que quieres decir. Entonces le digo ‘pendejo’ a alguien y se me queda viendo y me dice ¿que me quieres decir en el fondo? Pues pendejo y ya, es todo”, dice Diego y suelta una risa como ahogada que hace juego con su tono de voz rasposo.
“Por otro lado, veo que venimos del norte y asumimos un personaje. Yo quiero ser el bronco, el vaquero, hay gente que se la cree: yo digo la verdad siempre. Y tampoco es así, no es un asunto de ser anti-intelectuales, pero sí de ser claros, buscar la honestidad en la conversación. Eso Samuel siempre lo tuvo, eso lo hacía más regio que nada. Tener esa claridad en lo que quería decirle a la gente, pero mucha gente no lo entendió”.
Es curioso porque a pesar de las casi dos décadas que tiene fuera de Monterrey, Diego no ha perdido el acento golpeado; es como si confesara en ese gesto el atesoramiento de lo regio. Algo similar al caso de Noyola, apodado Vaquero del mediodía por ir por las calles de la Ciudad de México con cinturón de hebilla, camisa a cuadros y botas (el apodo se lo puso el poeta Mario Santiago Papasquiaro).
Sin embargo, estos roces no siempre fueron sólo anecdóticos. Diego cuenta que el recibimiento que tuvo Samuel por parte de algunos poetas jóvenes que trabajaban en la revista Vuelta fue, para ponerlo en términos regionales, culero.
“Samuel empieza a convivir con gente de la revista Vuelta, con escritores jóvenes como él, pero que habían llegado a Octavio Paz por las influencias familiares y él les decía aristogatos porque sólo estaban buscando un estatus o una posición. No pudieron ser dueños de la empresa o abogados y les querían dar un estatus por su cercanía al Premio Nobel. Samuel venía de la colonia Coyotera en Monterrey, eso ellos no lo entendieron hasta la fecha y borraron su obra. Fueron mezquinos, les dolía la franqueza regiomontana”, responde y se le asoma en la cara algo de enojo y también de tristeza por quien aún considera como su amigo.
Alta traición
Al preguntarle qué es Monterrey para él, Osorno responde con un espontáneo “ay, cabrón”. Se lleva una de sus manos al mentón y levanta la mirada como para buscar inspiración divina.
“No sé, me cuesta. No te quiero dar una definición muy artificial. Es mi inspiración y no sé, es una ciudad muy íntima”, trata de ahondar, pero la realidad es que quedamos en las mismas.
Diego explica que su relación con Monterrey es de odio —como detalla la cita con la que abre este texto— y trata de matizar explicando cómo le funciona, al mismo tiempo, de fuente de inspiración. Enumera los personajes que ha documentado y ofrece detalles de cada uno de ellos. Los nombra con la cercanía de quien habla de su familia.
“Trato de encontrar esos atisbos de la ciudad que me permitan eliminar mi odio, pero creo que no lo voy a lograr”, remata el periodista.
Mientras habla, su respuesta me recuerda a la Alta traición de José Emilio Pacheco.
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Yo no sé si Osorno hace documentales sobre Monterrey movido por la culpa o por la nostalgia o simplemente por borrachera artística provista por “su musa”. Lo que sí se es que para los otros huidos de Monterrey, el cine de Osorno nos recuerda que somos traidores de la Sultana del Norte y que, con todo, algo tiene por lo que daríamos la vida.
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Esta es una colaboración entre Este País y Contextual MX.
Odiar a lo regio
Luis Mendoza Ovando
23.nov.20