Sonoro

05.may.2020

No hay cacahuates cantineros

La ausencia de este producto “esencial” detona una serie de desvaríos sobre la “realidad” que nos revela la situación pandémica… o no.

POR zertuche / Lectura de 15 min.

La ausencia de este producto “esencial” detona una serie de desvaríos sobre la “realidad” que nos revela la situación pandémica… o no.

Lectura de 15 min.

An Empty Bliss Beyond This World (2011) es uno de esos discos que pegan diferente al escucharlo en momentos como éste. Leyland Kirby concibió a The Caretaker como una exploración sobre la memoria y su gradual deterioro hasta llegar a la demencia, utilizando como “instrumento” viejos acetatos de big bands y música de salón de la década de los 30s, 40s y 50s que manipuló para crear un ambient experimental, pantanoso, denso. Escuchar su discografía (disponible en Bandcamp) es como sumergirse en cámara lenta en sonidos de una época distante que aunque poco o nada tienen que ver con nuestro presente, dejan una sensación nostálgica y melancólica.

En una entrevista publicada por The Quietus en 2016, John Doran contextualiza An Empty Bliss al describirlo como un trabajo «influenciado por una etapa tardía específica de la enfermedad de Alzheimer, una en la que el enfermo está tan perdido que ya no es consciente que tiene un problema». Esta desorientación se manifiesta en «explosiones de euforia y las ediciones atropelladas», explica Doran, aunque más que “explosiones” parecen exabruptos un tanto accidentados que rompen con la cadencia de cada uno de los 15 tracks. En otra entrevista pero del extinto sitio Altered Zones, se describe apropiadamente como «una invitación a adentrarse en la mente de alguien que lucha por recordar imágenes de su vida que se desvanecen en forma de loops fragmentados».

Escuchar a The Caretaker en confinamiento podría confundirse con un acto de harakiri al estado de ánimo de por sí nostálgico y melancólico, pero no lo es (a menos, claro, que este tipo de ambient te parezca asfixiante).

En aquella entrevista publicada en Altered Zones, el reportero pregunta sobre la existencia de algún caso de Alzheimer en su familia, como para descifrar el motivo detrás de ‌An Empty Bliss Beyond This World. «Nadie cercano realmente», responde Leyland Kirby, «pero en la familia siempre escuchas historias sobre personas cuando envejecen, de cómo comienzan a ver cosas que no están allí como parientes muertos. El cerebro es muy extraño, porque esa es su realidad, pero para todos los que no tienen la misma condición, no es la realidad». El reportero complementa y dice que «la realidad es relativa», a lo que Kirby responde: «Por supuesto. Y puede cambiar en un instante. Te puedes golpear la cabeza y tu mundo es diferente».

Me quedé pensando en ese intercambio, en las entrevistas que ha dado Leyland, en el concepto detrás del catálogo de The Caretaker, en ese sonido de swing rebajado y sumergido en capas espesas de distorsiones que por alguna razón despiertan una nostalgia de un pasado no vivido, en el retrofuturismo, en el proceso de degradación de la memoria y de cómo la realidad a veces se distorsiona sin siquiera golpearnos la cabeza.

La súbita irrupción de COVID-19 es el equivalente a un golpe en la cabeza a nivel global. Hoy el mundo es (¿o parece?) diferente, la realidad (¿aparentemente?) cambió en un instante.

Una vez importado, el contagio del virus comienza a avanzar y con él las etapas para medir y, eventualmente, controlar su propagación. De repente se configuran, sin querer, acrónimos que se asemejan a los que se utilizan en Internet para ubicar el número de episodio y temporada de una serie (S06E02, ¿semana seis de la etapa dos?) y uno no puede más que esperar que todo esto se trate de una miniserie o que se cancelen las temporadas siguientes.

Surge el quédate en casa y la “realidad” comienza a distorsionarse: el confinamiento es de quien lo (puede) trabaja(r). Salir se convierte en un volado para la salud y en un ritual de seguridad que va de lo austero (cubrebocas, gel antibacterial) a lo estrafalario (el look Chernobyl).

¿Cómo se vive esta “nueva” realidad? Las respuestas seguro varían de persona a persona, dependerán también del contexto (urbano, rural) y del tipo y frecuencia de actividades colectivas en las que se solía participar. El confinamiento para un usuario constante de transporte público es muy diferente al de un automovilista, por ejemplo; para un empleado de oficina el teletrabajo o home office podrá resultarle de lo más cómodo, para un estudiante podrá ser la antesala del más profundo aburrimiento; para algunos padres de familia es la “excusa” perfecta para desatar la violencia, para otros la ocasión perfecta para recuperar la convivencia perdida.

La nostalgia por la “normalidad” previa a la pandemia parece llegar en imágenes que se desvanecen en la monotonía del encierro. Pero, ¿qué es lo que se extraña en realidad?

El confinamiento y la sana distancia han “limitado” el “roce” social —para quienes podemos— a una serie de transacciones e intercambios mercantiles “esenciales”: salir a recibir el pedido de conductoras_es de Uber Eats, Cornershop o Rappi; interactuar con cajeras_os de Oxxos, supermercados y otras tiendas.

Pero, ¿no será que, en esencia, es lo mismo que solíamos hacer “antes”? ¿Qué tanto han cambiado las cosas?

Para quienes tenemos la posibilidad de confinarnos en casa, seguir las recomendaciones de autoridades y mantenernos económicamente productivos a distancia, las cosas han cambiado poco o nada. Sí, claro, se extrañan las cheves casuales en tu bar local favorito, el amontonamiento en conciertos, la ida al cine, salir a correr, pasear a tu mascota, viajar. De una u otra manera, esa interacción social y participación en lo colectivo eran actividades mediadas por el capital (perdón por la chairez, traigo fresco a Sergio Sarmiento), el privilegio (bien ganado, mal ganado o heredado, da igual) de tener acceso a un cierto estilo de vida, de vivir en cierta colonia, de tener no sólo la aspiración de sino las herramientas para seguir avanzando en la escalera de la movilidad social.

Si restamos esas capas, esencialmente lo que se extraña es la interacción cercana con amigos y familia, las redes de apoyo, la convivencia humana que hoy está limitada. Ante la probable debacle económica que se nos viene, vale la pena comenzar a pensar e imaginar en otros escenarios de interacción social que no sean mediados por algo que, tarde o temprano, va escasear.

La pausa global ha abierto, como nunca antes, la posibilidad de reescribir y editar, para bien y para mal, la manera en que nos organizamos como sociedad. Las tentaciones autocráticas son latentes. La distopía tecno-capitalista está a un click de lograr que aceptemos sus términos y condiciones. Ni siquiera nos podemos imaginar la adaptación mexicana a estas tentaciones.

Pero también hay margen para la utopía.

A finales de marzo, el pensador italiano Franco “Bifo” Berardi publicó en e-flux un texto que ilumina sobre los posibles escenarios post-pandémicos. No tiene desperdicio, pero rescato el punto sobre la Utilidad que se antoja casi imposible en sociedades como la nuestra que, aunque van desfasadas del “primer mundo”, profundizan las disparidades y desigualdades.

Bifo anuncia que «estamos pasando el umbral que conduce más allá del ciclo de trabajo-dinero-consumo» y sentencia que el «valor de la utilidad, expulsado hace mucho tiempo del campo de la economía, ha vuelto, y lo útil ahora es rey».

«El dinero no puede comprar la vacuna que no tenemos, no puede comprar los cubrebocas que no se han producido, no puede comprar los departamentos de cuidados intensivos que han sido destruidos por la reforma neoliberal del sistema sanitario europeo (...) No, el dinero no puede comprar lo que no existe. Sólo el conocimiento, sólo el trabajo inteligente puede comprar lo que no existe.

Así que el dinero es impotente ahora. Sólo la solidaridad social y la inteligencia científica están vivas, y pueden volverse políticamente poderosas. Por eso creo que al final de la cuarentena global, no volveremos a la normalidad. Lo normal nunca volverá. Lo que sucederá después aún no se ha determinado, y no es predecible».
— FRANCO "BIFO" BERARDI

Hablando de utilidad, Keller Easterling también da luz en un texto publicado en e-flux sobre otras posibilidades de organización. «En lugar de luchar o eliminar problemas, considere la productividad de multiplicar problemas», desafía la arquitecta, autora y profesora de la Universidad de Yale. «Si ignoramos por completo las utopías ideológicas, los problemas y las fallas inspiran formas alternativas de registrar la imaginación del diseño —no como soluciones y planes maestros sino más bien como órganos de interacción».

Y entonces presenta cuatro protocolos de acción alternativa: necesidad, desastre, riesgo y sobredesarrollo. Muy en el tono de la utilidad de Berardi, el protocolo de necesidad que esboza Easterling ofrece una solución radical al problema del dinero. «En muchas comunidad pobres, con la ausencia de dinero, la necesidad puede convertirse en moneda de cambio. Las necesidades son parte de un campo de recursos inmensamente fértil que no forma parte de los mercados de intercambio formales».

Toma de ejemplo algunos proyectos piloto que utilizan lo que se conoce como Créditos de Capital Social, un mecanismo de intercambio en donde cada comunidad «se reúne para determinar sus necesidades, y estas necesidades —que de otro modo se verían como deficiencias o falta de recursos— se convierten en los recursos de la comunidad». La moneda de cambio deja de ser el dinero, se crea un sistema de intercambio de acciones que se convierten en créditos sociales que no pueden ser utilizados para la compra de productos, «sólo pueden canjearse por más cosas que la comunidad necesita».

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Suena descabellado pensar o imaginar formas de organización que rompan con la inercia del capitalismo neoliberal, pero lo verdaderamente demente sería “regresar” a la “normalidad” de “antes” y perder la oportunidad de ajustar o peor, exacerbar tendencias autocráticas que nos venden medidas de control sanitarias efectivas a cambio de perder libertades, derechos y la posibilidad de cambio.

Sigo escuchando a The Caretaker y sólo espero que no nos dé un Alzheimer colectivo, que no lleguemos a esa etapa en la que perdemos consciencia de que teníamos y tenemos un problema. Pero luego veo las imágenes que han circulado de automóviles aglomerados para presenciar una misa en Nuevo León o escuchar un concierto en Dinamarca.

De regreso a la “realidad”, recuerdo que comencé a escribir esto por una frustración banal: no hay cacahuates cantineros en ninguna de las apps de servicio a domicilio y me parece aberrante.

Por suerte, al paso que vamos, sé que estar vivo es placer suficiente.

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No hay cacahuates cantineros

Escrito Por

zertuche Fundador y editor de «contextual». Anteriormente fue editor de la revista Residente Monterrey, en su última etapa bajo el lema "Acciones para una ciudad mejor".

Fecha

05.may.20

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