Texto

21.oct.2019

La violencia inevitable

Las protestas de Chile no se explican únicamente por el aumento de las tarifas del transporte, como si se tratara de un hecho aislado. Lo que revela las reacciones a ese aumento es el hartazgo a décadas de despojo, porque quiebra y desgarra la realidad simulada de una sociedad justa y digna.

POR Federico Compeán / Lectura de 12 min.

Las protestas de Chile no se explican únicamente por el aumento de las tarifas del transporte, como si se tratara de un hecho aislado. Lo que revela las reacciones a ese aumento es el hartazgo a décadas de despojo, porque quiebra y desgarra la realidad simulada de una sociedad justa y digna.

Lectura de 12 min.

Surge de nuevo un remolino de levantamientos en las avenidas y callejones del mundo. Manifestantes se aglomeran descontentos, como preparando una tormenta que logre —por virtud de su catástrofe— reconfigurar el todo desde la destrucción. Las imágenes de las manifestaciones alrededor del mundo parecen las mismas, como si los videos y fotografías de los encuentros violentos entre autoridades y manifestantes sucedieran en un mismo lugar.

Los contextos son distintos y complejos. Pareciera que nada tienen que ver las marchas de Cataluña con las de Hong Kong; que la situación de Líbano es totalmente distinta de la de Chile; que Ecuador y Venezuela operan en contra de sistemas y lógicas distintas. Pudiéramos argumentar que todas las marchas son fruto del fracaso de la derecha neoliberal, así como otros dirán que todas ellas tienen que ver con el fracaso histórico de la izquierda socialista. Ese es el estado estéril del discurso, uno que está agotado en la totalidad de sus significados y significantes. En estos tiempos, los “hechos” pueden interpretarse a conveniencia y los medios, esa vieja ventana a la realidad “objetiva”, enmarcan la narrativa en una confusión hiperreal que sólo sirve a sus intereses.

Pero si el discurso está agotado, si el orden simbólico se encuentra colapsado, ¿entonces qué podemos esperar de estas manifestaciones? Antes, la protesta pacífica era efectiva porque visibilizaba una carga simbólica importante. Mostraba en las calles la voluntad de un imaginario colectivo que cuadraba con la retórica oficial, con la aparente buena voluntad de un Sistema–mundo digno del “Fin de la Historia”. Conceptos como libertad, democracia, bienestar e igualdad eran significantes que inequívocamente resonaban como raíz profunda de los anhelos del pueblo y el Estado. Parecía existir una alineación entre ambos, sus conflictos eran meramente técnicos y transitorios. Si a veces esta representación se sentía distante, era por la complejidad de su escala, nunca por la concepción de su función o la realidad de sus valores. Sin embargo, estos vehículos discursivos se han vaciado por completo. Se han vencido por el propio peso de la resignificación casi infinita. Son ideas que sirven tanto a los oprimidos como al poder. Conforman frases que confunden a ambos y, al mismo tiempo, reafirman con una seguridad espeluznante cualquier curso de acción como justificable.

En esa maraña de interpretación fractal y virulenta no caben ya más conceptos. Los discursos que se erigen y que intentan romper con esa enorme inercia son absorbidos por un agujero negro de simulación infinita. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué pasa cuando el orden simbólico se encuentra tan tergiversado que todas las protestas se sienten históricas y a-históricas a la vez? ¿Cómo reacciona el poder, cómo reacciona la gente?

Chile me parece el ejemplo más claro para tratar de entender un devenir social que ya se antoja intratable. La respuesta a la última pregunta es: violentamente.

Una advertencia, este texto no pretende dar la típica opinión “mesurada” de un centro igual de caduco. No pretendo subirme a una moralidad prístina que critique la violencia en “ambos lados”. El último de mis objetivos es dar algún indicio optimista de pacifismo ingenuo, pues todo lo anterior opera también en la lógica de la simulación. Esa tibieza conceptual se traduce en una apatía activa, en un “mantener todo como siempre” que nos sigue precipitando a un violento y doloroso colapso social.

La lógica de nuestro presente, enmarcado en una dinámica naturalizada de producción y consumo, se sostiene sobre la falsedad, sobre los espejismos. Las contradicciones del modelo capitalista han trascendido la dinámica económica y penetrado en lo más profundo de nuestro todo social. Sin embargo, esa infección totalizadora de violencia también ha descentralizado su discurso y ha hecho evidente sus propias crisis. La falsedad de su operar nos cachetea diariamente, ya sea en la marginalidad, la precariedad, la explotación, la depresión, el colapso ambiental o la simple y llana impotencia de encontrarnos indefensos ante una máquina abusiva y violenta.

Es por ello que, como en el caso de Chile, cuando hay una ruptura del día a día, de lo cotidiano, el espejismo desaparece; toda esa violencia fragmentada y diluida en la solución de una sociedad aparentemente próspera, hierve y estalla en un torbellino de violencia casi inevitable.

Las protestas de Chile no se explican únicamente por el aumento de las tarifas del transporte, como si se tratara de un hecho aislado. Lo que revela las reacciones a ese aumento es el hartazgo a décadas de despojo, porque quiebra y desgarra la realidad simulada de una sociedad justa y digna. Porque muestra, nuevamente, que el pueblo en su conjunto no vale nada más que su potencial de trabajo. Somos, si acaso, un costo que la élite tiene que pagar para poder mantener sus privilegios. Nuestra vida no se entiende más que como un ingrediente de la maquinara de socialización de la desgracia, de la privatización de los beneficios que operan con total impunidad.

En Chile, esa máquina la opera un presidente multimillonario que le declara la guerra a su misma población.

Esa maquinaria tiene rostro. No es conceptual ni simbólica, sino material. Existe y opera mediante el monopolio de la violencia que ahora ejerce el Estado chileno sobre sus ciudadanos. La protesta pacífica ya no tiene cabida porque la paz no significa nada para quienes ejercen el poder. Cuando la ilusión de una sociedad justa se esfuma para el pueblo, entonces el Estado y sus intereses no tienen más remedio que ejercer violencia y represión desmedida. La más pacífica de las protestas será encarada con disparos si su mensaje pone en evidencia esta gran farsa. No es que se les haya agotado el diálogo o el discurso, es que simplemente ya no significa nada para nadie.

El vacío se ha hecho patente. Este tipo de respuestas son las que veremos de aquí en adelante. Se vendrá un creciente esfuerzo del poderpor materializar el control absoluto que tiene sobre nosotros. Un control que si antes estaba disfrazado, atenuado o encubierto, no queda más que hacerlo valer en su más cruda expresión (ahora que colapsaron los símbolos y los significados).

El colapso no es inminente sino que es actual. Ya está sucediendo. No se trata ni siquiera de izquierdas o derechas, sino de un poder concentrado contra poblaciones que muy apenas pueden defenderse. El devenir violento es inevitable y, lamentablemente, escalará. Los escombros que queden al final podrán ser reconstruidos pero sólo si ubicamos que la batalla real no es sobre el mundo en sí, sino sobre nuestra capacidad de interpretarlo y ejercer acción sobre él. Facultades que se nos han arrebatado de forma espectacular. La paz no significa nada para un enemigo cuya lógica de existir se sustenta en la violencia.

El futuro de la situación en Chile es incierto, como lo es el futuro mismo de la sociedad del capitalismo tardío. Marx pensaba en la inevitabilidad histórica de la revolución del proletariado, aunque tal vez más que una revolución sea un colapso de la realidad pasiva del orden neoliberal, al igual que del orden simbólico que lo sostiene. El colapso del último implica vacío, el del primero una violencia explícita casi inevitable para la que debemos estar preparados.

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La violencia inevitable

Escrito Por

Federico Compeán

Fecha

21.oct.19

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