Texto

26.sept.2022

El eterno ‘casi’

Las y los chilenos tuvieron la oportunidad de aprobar una nueva Constitución que recogía, por primera vez en democracia, lo que parecían las demandas de la mayoría. Pero, ¿cuántos estaban dispuestos a encabezar un cambio tan profundo?

POR Emiliana Pariente / Lectura de 18 min.

Las y los chilenos tuvieron la oportunidad de aprobar una nueva Constitución que recogía, por primera vez en democracia, lo que parecían las demandas de la mayoría. Pero, ¿cuántos estaban dispuestos a encabezar un cambio tan profundo?

Lectura de 18 min.

El 4 de septiembre, Alicia Romero despertó a las 7:30 de la mañana. Era domingo, los rayos de una luz primaveral anticipada no alcanzaban a iluminar la pieza y las ganas de seguir acostada en la cama, aunque fuera sin dormir, persistían. Pero ese día la ansiedad y los nervios eran aun más fuertes, y cualquier indicio de quietud venía rápidamente revocado por una necesidad casi inconsciente de estar activos. Sabía que su hija Carola la estaría llamando pronto para decirle que también estaba despierta y que pasaría por ella en dos horas más. Vivían a seis cuadras la una de la otra y a una del Liceo 7, el emblemático colegio municipal ubicado en la comuna de Providencia, en Santiago de Chile, donde ese día les tocaba ir a votar.

Ese domingo se disputaba en el país el futuro de una propuesta de texto constitucional redactada durante el último año por una convención de 155 integrantes que habían sido elegidos democráticamente por la ciudadanía, luego de que un referéndum realizado en el 2020 —convocado tras un estallido social del 2019— develara que la población quería una nueva Constitución. Muy pocos de quienes integraron la convención habían ejercido previamente en la política: el desglose de oficios reveló que había entre ellos 59 abogados, 19 profesores, 12 ingenieros, 6 periodistas, otros tantos escritores, psicólogos, actores, diseñadores, filósofos, dirigentes indígenas e incluso una ajedrecista. Había militantes de partidos políticos y a su vez independientes; mujeres y hombres en igual cantidad, ya que se estableció para el proceso electoral un mecanismo que, por primera vez, garantizaba la paridad de género; y por último, también de manera inédita, 17 escaños reservados para pueblos originarios, de los cuales 10 fueron ocupados por Mapuches.

Se decía, en un principio, que si existía un grupo humano que pudiera ser representativo de Chile, era ese. En su diversidad de antecedentes, disciplinas y cosmovisiones, lograría sensibilizar con la población (incluso el 9% correspondiente a pueblos originarios que nunca antes habían tenido representatividad en la política), recoger las demandas históricas y finalmente articular un marco teórico de derechos fundamentales, con particular énfasis en las desigualdades de género —en Chile la brecha salarial a igual puesto de trabajo sigue siendo de un 30%— y en la crisis medioambiental. Muy distinto, a su vez, al marco teórico que seguía y sigue rigiendo al país, elaborado a puertas cerradas por la denominada Comisión Ortúzar en 1980, en plena dictadura de Augusto Pinochet.

Aquel texto, aprobado en un plebiscito ciudadano el 11 de septiembre de 1980 y en una época en la que no existía acceso por parte de la oposición a medios de comunicación ni registros electorales, contó con la participación del fundador de la UDI (partido ultra conservador) y en su proceso de revisión participaron 50 personas, de las cuales solo tres eran mujeres. Y si bien en estos años ha sido sujeto a modificaciones —es la Constitución más reformada en la historia de Chile—, nunca se había elaborado una propuesta en democracia. Por eso, que se estuviese sometiendo a voto un texto nuevo, cuyo proceso de modulación contó con mecanismos de participación ciudadana y que buscaba, esencialmente, recoger las principales demandas del pueblo chileno, de norte a sur, era histórico.

Los ojos estaban puestos en Chile y Alicia y Carola lo sentían así. Así también lo sintieron muchas y muchos ese día, cuando, incapaces de hacer otra cosa, agarraron sus documentos de identidad y un lápiz pasta azul —símbolo ya representativo de las elecciones— y salieron a votar. Ellas, en particular, por un Chile digno, por el derecho a vivir una vida libre de violencia y abusos, y por la esperanza de encausar el país hacia un paradigma en el que se prioricen los derechos humanos y la igualdad de posibilidades para todos. “Por algo salimos a las calles hace unos años. Empezamos pidiendo dignidad, mejores condiciones de vida y un cambio en el sistema socioeconómico que nos tiene a todos sumidos en un profundo malestar. Pero eso solo se logra cambiando los cimientos del país. ¿Por qué este proceso tendría que culminar de otra manera?”, pensó ese día Alicia.

Pero esa tarde, cuando a eso de las 19:30 ya se habían escrutado las primeras mesas de votación, el escenario dio un vuelco radical. En lo que fue la primera elección con voto obligatorio desde la presidencial del 2009 (en la que salió electo, en su primer mandato, el candidato de derecha, Sebastián Piñera), se presentaron en las urnas más de 13 millones de chilenos, es decir, el 85.81% del padrón electoral: de los cuales un 62% votó Rechazo, la opción que refutaba la propuesta de texto redactada por la Convención Constitucional y que buscaba, según prometían en sus franjas electorales, dar pie a otro proceso de redacción y un texto distinto al recién propuesto. Uno que, según se preocuparon de divulgar, uniría al país. Uno que, como apelaban sus publicidades, fuera escrito con amor y no desde la rabia. El eslogan de esa campaña pasó a ser, de hecho, “Rechazo con amor”.

Bastó poco más de media hora para eliminar cualquier margen de duda y las ganas de celebrar rápidamente se disiparon entre aquellos que habían visto en ese día una posibilidad de cambio, por más simbólica que fuera. La opción del Rechazo, ampliamente financiada por los sectores más adinerados del país, había arrasado con fuerza en todas las regiones del país, en las comunas más ricas y en las más pobres. Incluso, como recalcaron la mayoría de los analistas e investigadores que habían realizado predicciones, en áreas de mayor población indígena y zonas de sacrificio como Petorca, de las comunas más afectadas por la falta y malversación de uso de agua.

Y así, rápidamente se desinfló lo que se había perfilado como un suceso inédito y un precedente para otros países en procesos de revisión. Un borrador de Constitución que fue descrito por analistas como el más progresista del mundo, que consagraba los derechos de niñxs y adolescentes, los de mujeres y pueblos indígenas, los de disidencias y los de la naturaleza; que garantizaba el derecho al agua, a la salud y a la educación; que penaba la corrupción y la colusión, y que promovía la vida libre de violencia y la descentralización (en un país altamente centralizado), fue finalmente rechazada. Un texto cuyo primer artículo leía:

«Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico. Se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria. Reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza».

Un texto que recogía todas las demandas que hace tan solo tres años atrás, en ese convulsionado octubre, acordamos colectivamente que no volveríamos a invisibilizar.

¿Qué fue, entonces, lo que pasó y cómo hacemos para no retroceder en el impulso? ¿Y qué hizo que una propuesta que incluía todos los derechos humanos a los que le queríamos hacer frente (y que carecemos en el país) , fuera finalmente desplazada?

A unas semanas de las elecciones, son muchas las teorías e interpretaciones que se han modulado. Los intentos fútiles por analizar de manera parcializada y absoluta los hechos, por cierto tan multidimensionales, solo abren más preguntas, porque en este tipo de procesos no hay la posibilidad de dar con un único análisis.

Y es que el 2019, cuando se decía que Chile había despertado tras años de resignación a una vida marcada por los abusos y el hastío, el camino parecía ser uno solo. Ese 14 de octubre, un grupo de estudiantes secundarios y universitarios se organizó para evadir masivamente el pasaje del metro de Santiago, cuyo valor había aumentado en 30 pesos chilenos unos días antes. El impulso de esa evasión auto convocada no respondía únicamente al alza del pasaje, y en pocos días, lo que pareció ser un acto espontáneo y visceral tomó fuerza y se articularon las primeras demandas. “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, fue de los primeros lemas. Porque detrás del supuesto progreso que se había logrado en los años de democracia, en los que el PIB per cápita alcanzó a bordear los 20 mil dólares y en los que se redujo la pobreza por ingresos, se escondía una cada vez más amplia desigualdad. Parecía haber, por esos meses, un consenso transversal y enfático: no se tolerarían más los abusos y la dignidad humana tenía que estar al centro de la agenda política y social.

Foto: Tomás Reid

Porque aunque Chile había logrado índices importantes de crecimiento económico, como dijo el presidente Gabriel Boric en su discurso reciente en la ONU, “las historias de dolor y postergación se estaban incubando y afectaban el corazón mismo de nuestra sociedad”. Esa sensación de malestar, quizás adormecida, aguantada y acumulada durante muchos años, se había asomado a la superficie y fue la que, finalmente, nos llevó a exigir una Asamblea Constituyente. No había duda, de hecho, que ese malestar, provocado por un sistema socioeconómico imperante, hubiera permeado incluso en la salud mental de la ciudadanía. No por nada, de las primeras consignas que se hicieron presentes en la calle en el estallido, decía: “No era depresión, era capitalismo”. Unos meses después, salió en Instagram un filtro disponible para esta región que decía: Am I depressed or am I just Latinamerican? (¿Estoy deprimida o simplemente soy Latinoamericana?). Y así mismo, en la marcha del 8 de marzo del 2020, un lienzo leía: “Agárrate Piñera, se nos acabó la sertralina”.

Porque Chile es, a la fecha, de los países con índices más altos de depresión y sintomatología depresiva. En estos años, el Instituto Milenio para la Investigación de la Depresión se ha dedicado a estudiar por qué y, en un entendimiento común —propio de esta época— de que la depresión es un fenómeno complejo multidimensional y multifactorial que no se puede disociar de lo social, han logrado determinar que ese índice es más alto acá por la cantidad de gente que sufre de un malestar causado por un contexto social desigual e injusto. En el que las mujeres, y en especial las mujeres pobres, son las más afectadas.

Pero el 4 de septiembre de este año, ese mismo descontento ciudadano se canalizó en un voto en contra de un nuevo borrador. ¿No era acaso un cambio estructural y de raíz lo que queríamos? ¿Por qué entonces titubeamos frente al primer intento de transformación?

Los analistas tienen sus dudas respecto a si en Chile existió alguna vez, mas allá de la efervescencia propia del estallido social y todos sus involucrados, un profundo deseo de cambio. También cuestionan si el motor principal era un sentimiento generalizado en contra del sistema neoliberal. De hecho, Octavio Avendaño, doctor en Ciencia Política y académico del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile, argumenta que la propuesta no sintonizaba con las aspiraciones de la población que, de base —y aunque nos cueste asumirlo colectivamente— quizás no estaba buscando un cambio tan estructural. “Hay una lectura errónea que plantea que el estallido social y todo lo que devino de ese movimiento tenía que ver con un profundo sentimiento antineoliberal, cuando en realidad, si bien en parte es así, también hay un amplio segmento de la población que no busca un cambio tan profundo. Y en eso, la izquierda, que se abanderó del proceso constitucional, no supo leer bien”, reflexiona.

¿Cuántos estaban dispuestos a encabezar un cambio profundo? ¿Ese impulso, muy propio de una instancia de catarsis colectiva, resistiría a los años, a las crisis y a la incertidumbre? La pregunta que plantean los analistas ahora es si Chile realmente había “despertado”, como se decía en aquel entonces, o si las ganas de mutar se vieron finalmente relegadas a un momento aislado, más bien marcado por el cansancio, y que cada cierto tiempo se verá obligado a resucitar para remover socialmente. Pero no más que eso.

Foto: Tomás Reid

Un eterno casi, como dirían algunos, que nos mantendría sumidos en una círculo de emociones, ilusión y visceralidad, para luego ser opacado por una sensación amarga de frustración, un tanto nostálgica, de lo que pudo haber sido pero no fue. Una eterna añoranza a algo que casi, casi se logró en conjunto. Aun así, y como aclara Avendaño, no se trata de un triunfo de un sector político por sobre otro. “Por el contrario, la derecha estuvo oculta durante todo el proceso y solo salió a festejar con los resultados. Los sectores políticamente organizados que se vieron beneficiados de esto, son los de centro izquierda”. Y es que, si hay algo que quedó en evidencia, es que este proceso —que sigue en curso— tiene poco y nada que ver con la izquierda y la derecha como polos opuestos de un espectro, un ordenamiento más bien obsoleto que, por lo contrario, viene a ser cuestionado. Lo que generó entusiasmó en un principio era, justamente, que se estuviera haciendo política sin políticos y fuera de los lugares históricamente asociados al quehacer político.

En eso, el académico de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica e investigador del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, Héctor Carvacho, concuerda. “Hay muchos votos del Rechazo que no necesariamente eran un rechazo generalizado, sino que respecto a un par de temas innegociables. Los resultados son un llamado no solo al diálogo, sino que también a ponerle énfasis a los mecanismos de participación ciudadana para que puedan transmitir sus intereses e inquietudes”. Y es que tal vez la derrota más grande sea para el binarismo político que nos ha hecho creer que algunas demandas le corresponden a un sector en particular.

Hay demandas, según explica Carvacho, que se habían perfilado como relevantes y que para algunos, no solo no resonaron, sino que despertaron un sentido de alerta y un exceso de miedo. Y por lo mismo, aunque en situaciones anteriores se hubieran mantenido indiferentes, esta vez se vieron obligados a tomar una postura en contra. Uno de esos temas, según comenta, fue el aborto, hasta el momento solamente legal en tres causales en el país (el estudio Miradas globales sobre el aborto en 2021 da cuenta que si bien el 73% de los chilenos está a favor del aborto en general, solo un 41% está de acuerdo con que sea completamente libre), pero quizás más que ese, el principio de la plurinacionalidad fue el más ampliamente debatido. En esencia, lo que establece este proyecto político es que al interior de un solo Estado conviven diversas naciones y pueblos, que participan en la vida política en cuanto colectivos que tienen derecho a entablar sus propias prioridades de desarrollo. Finalmente, una forma distinta de entender la igualdad y la democracia, que reconoce los derechos de todos los habitantes de un territorio —como se ha hecho en varios países, incluidos Australia y Nueva Zelanda— y que Chile demostró no estar dispuesto a aceptar. Y es que un sondeo preliminar realizado los días posteriores a las elecciones por el medio local Ciper, dio cuenta de que dentro de las razones mayormente repetidas entre algunos votantes del Rechazo, se encontraba en segundo lugar la plurinacionalidad y la idea de que la nueva Constitución iba a terminar “dividiendo al país”.

El argumento que más se repitió, según postulan en el sondeo, fue la preocupación por la propiedad de la vivienda: «Sin pretensión de hacer una medición estadística, estas respuestas reflejan que la desinformación, las interpretaciones que se apartaron de lo que estaba escrito en la propuesta constitucional y, derechamente, las noticias falsas, podrían haber jugado un rol relevante en la votación. La propuesta de nueva Constitución no contemplaba que el Estado se apropiara de las viviendas, ni tampoco que estas no pudieran ser heredables», señala el análisis. Sin embargo, en algunos casos, fueron determinantes.

Y es que sin duda la desinformación diseminada por sectores conservadores que buscaban obstruir el proceso de cambio tuvo una influencia en el desenlace. Pero más que eso, tal vez, y para no caer en dinámicas paternalistas y condescendientes lo que hay que revisar es la fuerte crisis de la institucionalidad. En eso, todo conglomerado que termina siendo elitista, hermético y excluyente, pasa a ser cuestionado.

Carvacho lo explica así. “En el plebiscito de entrada —cuando votamos a favor de una nueva Constitución— la crítica era generalizada hacia la academia, los partidos y los políticos, y las personas votaron por un cambio profundo de la institucionalidad. Pero da la impresión de que finalmente la Convención replicó esos modos, no le rindió muchas cuentas a nadie y terminaron discutiendo entre ellos más que transmitiendo de manera efectiva la información hacia fuera”, reflexiona. “Terminó siendo otra elite y eso es justamente lo que no se quería. Lo que hay que garantizar ahora, de manera muy concreta, es una reforma al sistema político que garantice más espacios de participación ciudadana, en el que las instituciones tengan que rendirle cuentas a la ciudadanía y, por sobre todo, eliminar cualquier posibilidad de reproducción de elites”.

Lo importante —y lo que hasta cierto punto recompone y alivia— es saber que hay demandas que se han puesto sobre la mesa y que hoy son transversales al espectro político e incluso a los sesgos morales. La abogada constitucionalista y ex Convencional, Constanza Schonhaut, explica que este proceso viene a reforzar que el ejercicio de equilibrar la representatividad en estos espacios, de una manera sustantiva, es un elemento fundamental en el progreso y bienestar integral de la sociedad. “Que hayamos establecido en la agenda política y social la paridad de género y una representación de pueblos indígenas es un paso que corre el cerco. En particular con las mujeres, esto permitió que se encontraran como sujetos políticos, independiente del sector político que representen”, explica. “Además, cuando las diversidades entran a los espacios de poder, cambian las discusiones, porque hay temas que son vividos solamente por esas personas. En eso, en la medida que se le entrega voz y derechos a determinados grupos, es difícil retroceder”.

Foto: Tomás Reid

Se habla de no haber sido capaces de leer el ambiente —las estadísticas predecían un resultado más estrecho, e incluso considerando los votos de la derecha que por ideología iban a votar por el Rechazo y los denominados votos de castigo, los números no cuadraban—, y de no haber tenido las herramientas para hablarle al país en toda su diversidad. También de un fenómeno muy propio de nuestros tiempos: si hay algo de lo que somos culpables hoy es de quedarnos atrapados en una burbuja autoinducida, un espejismo en el que solo reafirmamos nuestros puntos de vista y no somos capaces de congeniar con el otro, porque ese otro —en cuanto otredad— pasa a representar el extremo opuesto.

Lo que urge ahora es poder ver en esa otra opinión que creemos tan distinta y lejana, los matices.⦿

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El eterno ‘casi’

Escrito Por

Emiliana ParientePeriodista especializada en temas de género y sociedad en Chile. Semanalmente escribe para La Tercera y Revista Paula.

Fecha

26.sept.22

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