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21.jul.2021

La utopía que nos vendieron

Es hora de reapropiarnos del concepto de progreso, de quitarle su carga tecnócrata, utópica y milagrosa.

POR Federico Compeán / Lectura de 12 min.

Es hora de reapropiarnos del concepto de progreso, de quitarle su carga tecnócrata, utópica y milagrosa.

Lectura de 12 min.

Hace poco más de un año reflexionaba sobre Monterrey como un espacio proto-apocalíptico. La apreciación se mantiene y no nada más para mi ciudad, sino como una condición afectiva general del momento histórico presente. Quizá más relevante hoy es la relación, poco obvia, entre la noción de apocalipsis y utopía: aunque de forma distinta, ambas refieren a un final definitivo. La parte del apocalipsis es clara y entendemos rápidamente el concepto como el fin del mundo (o de un mundo, al menos); por otro lado, la utopía no trata como tal sobre un paraíso, sino sobre un arreglo final por virtud de su aparente perfección relativa.

Aun así, ¿cómo podemos relacionar el fin del mundo con un presente supuestamente utópico?

Ahí están los optimistas... aquellos que se emocionaron con el reciente vuelo espacial de los multimillonarios Richard Branson y Jeff Bezos; los que genuinamente piensan que Elon Musk es un científico; quienes están seguros que los algoritmos y el blockchain son la receta definitiva para terminar con la corrupción; quienes mantienen vigente y popularizada la ideología del tecnocapitalismo que surge de Silicon Valley... ellos estarán inmediatamente de acuerdo en que el presente tiene rasgos utópicos, y que lo mejor de este capitalismo tardío está por venir.

Sin embargo, la cuestión no es simplemente invertir la sensación apocalíptica mediante la narrativa tecnológica del progreso. Por el contrario, la cuestión es explorar la condición utópica como el problema y el fin que representa; la utopía como otro modo de apocalipsis.

Reconocer la utopía es complicado y cuesta mucho visualizarla (o por lo menos fuera de un vistazo retrospectivo de su colapso, o en un encuadre ficticio como obra de arte en un futuro fantástico e imposible). La utopía en el presente se experimenta como una banalidad, como un conformismo social que se tiene que percibir como positivo y no por sus propias condiciones, sino mediante la comparación exagerada de pasados —o presentes— históricos violentos, brutales y despiadados. Aquellos en los que la vida se percibe como un martirio animal antes que como una idealización de la voluntad.

El capitalismo como utopía es tanto una ficción como una aburrida realidad. Tal vez Fukuyama sí tenía razón y la historia como tal terminó. Llegamos a la última parada y no hemos podido bajar de un tren que sigue en movimiento por virtud de la inercia existencial de no saber ni siquiera hacia dónde vamos o estamos. La contradicción se torna entonces evidente: si la historia ha llegado a su fin, la utopía es una realidad, pero el progreso una mentira. Es decir, ya no queda nada más allá de dónde estamos ahora. La condición afectiva de nuestro presente es síntoma entonces de ese final. Tenemos todo lo que habíamos deseado —incluyendo un deseo infinito— y todo lo que nos prometieron se convirtió en realidad; una realidad que no podemos entender del todo.

El capitalismo nos ha dado todo, ha perfeccionado el proceso de cosificación de todo lo que alguna vez se consideró significante. Incluso las abstracciones mismas de lo que entendemos como humanidad han ido en un proceso constante de esterilización para poder se apreciadas como mercancía antes que como ideas: amor, ciencia, religión y, por supuesto, la política; todo al alcance de un pedido de Amazon, de un Retweet o de algún monologo de influencer cuasi-profundo. La pasión misma, la experiencia estética y el significado, todo se ha tornado inerte, medible y analizable mediante algoritmos ya independientes de la lógica humana.

El deseo se ha codificado para satisfacernos dentro del capitalismo. Si no podemos realizar esta utopía, la falla es moral y personal pero nunca del proyecto utópico en sí. Y cuando algunos pocos sí logran alcanzar los sueños programados por esta actualidad de híper-producción y consumo, el éxito se torna como un deber. En ambos casos, la narrativa utópica se realiza y así el sistema se aprecia funcional. Si no podemos ser felices en este presente, al menos se nos da la oportunidad de buscar esa felicidad perpetuamente... pero nunca por fuera de la historia. Esa condición totalizadora es propia de un presente utópico y, como tal, de un presente estático, detenido, congelado y en agonía perpetua. La utopía es precisamente la inhabilitación de la idea del progreso. La afirmación derrotista es que el presente es el mejor de los mundos posibles y, por ello, debe permanecer para siempre; esta afirmación refiere al fin de la historia, no al “congelamiento” del tiempo sino a la muerte de la cultura misma.

Y así, en ese capitalismo no importa si la materialidad nos niega lo mínimo para sobrevivir, al menos lo podemos acceder al proyecto utópico como narrativa y futuro imaginado. ¿Cómo retamos está noción de estasis? ¿Cómo ponemos fin a esta utopía para reclamar nuevamente la posibilidad de un progreso que la trascienda, que la supere? La respuesta inmediata es negándola e imaginando su fin; es decir, subvertirla mediante el apocalipsis. Si la historia ha llegado a su fin y por ello la cultura se encuentra en agonía, la solución piadosa es darles muerte a ambos conceptos y esperar un nuevo renacer.

El apocalipsis representa, al menos, la posibilidad de un futuro distinto. Es un punto y seguido más que un punto final. A diferencia de la utopía, representa un potencial casi infinito de reconstrucción. La historia no termina, sino que muere; y en ese ciclo natural de las cosas, tiene el potencial de abonar hacia un mañana diferente. En la utopía, la noción del progreso quedaría ausente y ahí, el telos histórico inhabilitado; la única noción significativa del apocalipsis es el cambio en sí.

Bajo esta óptica, observar a Monterrey (y al mundo) como un espacio proto-apocalíptico es, entonces, aceptar un proyecto nihilista positivo. El reconocimiento de una condición a punto del colapso y el derrumbe es una oportunidad genuina para ir pensando en ideas distintas de reconstrucción. Es hora de reapropiarnos del concepto de progreso, de quitarle su carga tecnócrata, utópica y milagrosa. Si la utopía capitalista requiere su estructuración en el paradigma tecnológico de la perfección alcanzada, el apocalipsis se puede estructurar sobre la noción del potencial infinito del cambio y del fin para volver a comenzar. El pensamiento apocalíptico no resulta entonces como un encuentro cínico o pesimista sobre un futuro sombrío y perdido, sino un reto abierto sobre la engañosa mentira de una perfección relativa alcanzada que ha congelado nuestra capacidad de imaginar un mundo, tal vez no mejor, pero al menos distinto.

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La utopía que nos vendieron

Escrito Por

Federico Compeán

Fecha

21.jul.21

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