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22.ago.2018

Implosión moral

El gran pecado de una moral posmoderna resulta de la omisión de asumir, de forma auténtica, que su vacío ético juega en el mismo carril que un nihilismo para el cual nunca quisieron (o pudieron) definirle praxis.

POR Federico Compeán / Lectura de 14 min.

El gran pecado de una moral posmoderna resulta de la omisión de asumir, de forma auténtica, que su vacío ético juega en el mismo carril que un nihilismo para el cual nunca quisieron (o pudieron) definirle praxis.

Lectura de 14 min.

Baudrillard, teórico de lo hiperreal, vuelca la lógica del Centro Pompidou de cabeza cuando lo refiere como afirmación del colapso posmoderno del arte y la realidad inexistente a la que dicho efecto alude. «Una máquina que produce vacío», le llama a la implosión y disuasión que este agujero negro produce sobre sí. En su intención simbólica, el Centro (también conocido como Beaubourg) pretende operar como un mecanismo que libera al arte de su bóveda exclusiva para llevarlo a las masas, masas que lo hacen colapsar en el sentido mismo de su simulación.

«Ahí yace la suprema ironía de Beaubourg: las masas se arrojan a éste no porque saliven por una cultura que se les negó por siglos, pero porque por primera vez tienen la oportunidad de participar de forma masiva en el gran luto de la cultura que, al final, siempre detestaron».

Y continúa: «Son las masas mismas las que ponen fin a la cultura de masas. […] A decir verdad, el único contenido de Beaubourg son las masas mismas».

¿De qué habla Baudrillard cuando menciona la disuasión cultural? ¿La implosión de lo real en la simulación? ¿La reacción en cadena que se produce de una aglomeración continua que devora significado, realidad y símbolo? Estos elementos subyacen al Poder en su inestabilidad. Lo muestran en su estado de fugacidad sin fondo, en toda su frágil contingencia o, más bien, en la contingencia de los significantes mismos que le daban forma.

Pero el estallido no es únicamente estético, también es moral. Tomemos el ejemplo reciente de la teórica feminista Avita Ronell, acusada de abuso sexual —o para hablar con gradientes que tienden a desaparecer cuando la retórica sí empata con las figuras culpables esperadas, conducta sexual inapropiada—. El caso es un episodio de deliciosa, contradictoria y esquizofrénica dualidad, como refiere Jameson cuando habla del capitalismo tardío. Podríamos incluso decir que, a pesar de la aparente oposición conceptual, habita de la misma manera la noción esquizofrénica de Deleuze y Guattari.

Para Jameson, el elemento esquizofrénico refiere a una experiencia de significantes aislados, desconectados y discontinuos. A una incapacidad de ligar de forma coherente una secuencia lógica, borrando todo semblante de identidad al no poder establecer ese “yo” en el tiempo. Nuevamente, en términos estéticos, esto puede apreciarse en el capitalismo tardío que se presenta en esa condición de inconexión, vacíos y discontinuidades que operan de forma errática, confusa y aparentemente contradictoria. Significados que no pueden ejecutarse sino en planos simbólicos de múltiples niveles. Un mundo de apariencias que excede en varios órdenes de magnitud al reflejo o representación de lo real. Lo hiperreal de la simulación.

En ese sentido, el caso de Ronell es un espectáculo estético parecido en su condición hiperreal. Tiene los elementos necesarios para ser consumido tanto en el orden de lo real como en el de la simulación. Es como una ficción perfecta de un momento político masificado. El episodio ideal de la última serie de Netflix: Académica feminista prestigiada, campeona de la deconstrucción y cercana al mismísimo Derrida, se ve envuelta en un escándalo sexual ligado a las mismas dinámicas de poder que crítica. Su “reputación” es tal que “súper-estrellas” teóricas como Judith Butler, Žižek y Spivak salen a su defensa sin conocer los hechos o reconocer a la víctima en su condición. Esa misma noción de reputación que Hannah Gadsby desmantela en otro espectáculo de masas (siempre en conexión directa con el caso Weinstein y el #MeToo), aquí se pone en una mira invertida, torcida y fascinantemente irónica. 

En términos literarios, lo anterior resulta banalmente gracioso (con toda la gracia que se pueda extraer de una condición absurdamente nihilista, emancipadora por su misma consistencia hacia lo incongruente). El elemento simbólico del Poder moral colapsa ante la inestabilidad de su mutabilidad esquizofrénica. Es decir, como en el caso del Beaubourg, su propio vacío implota por el peso hiperreal de las masas neo-identitarias que se abalanzan de forma aglutinante a consumir, opinar, ejercer, evadir y devorar su propio reflejo moral exaltado en la masificación misma.

Pero en el flujo de voluntades (o deseos, para utilizar términos más deleuzianos) se generan, también, rizomas. Aunque la connotación es opuesta, el fenómeno es, en términos muy modernos, esencialmente el mismo.

Esta tragicomedia que muchos ostentarán como una fractura del ideal quasi-teleológico de la teoría general de opresión —en contraste y fusión de la lógica del materialismo histórico como moda—, no es más que un recordatorio orgánico de cómo mediante la masificación de la lucha social neoliberal —esa de identidades esenciales, mano de obra emocional, aparatos disciplinarios virtuales, capitalización del sufrimiento, valorización transaccional de los posicionamientos morales y panópticos infinitos, subjetivos e individuales— hemos logrado colapsar no sólo el Poder ejercido desde la modernidad, sino el concepto del Poder™ mismo. Es decir, logramos al final verificar que en el fondo (propio y colectivo) no hay nada; ya sea por realidad del fondo en sí o por la infinita interpretabilidad personal del concepto imaginario de fondo. O tal vez, como dice Baudrillard, al final el contenido de ese fondo no es más que las masas mismas que lo precipitamos a su aniquilación. Esto es tan aterrador como emancipador.

Pero no deja de existir una realidad material con daños, violencia, consecuencia y voluntades que devienen en un ir y venir de angustias existenciales que nos recuerdan nuestra fragilidad humana, no sólo en términos físicos, también en nuestra lamentable condición moral. Una moralidad creada a partir de monolitos propios tallados a nuestra detestable imagen y semejanza. Herederos del pecado original de la falta de significado y cuya redención ha colapsado de la misma manera que otros dioses lo han hecho con anterioridad, sea Dios, la historia, el hombre o la humanidad.

Al final, el pecado de una moral posmoderna no resulta entonces de la inestabilidad misma de su subjetividad infinita ni de la pretensión de considerarse absoluta en su misma relatividad. El gran pecado de ésta resulta de la omisión de asumir, de forma auténtica, que su vacío ético juega en el mismo carril que un nihilismo para el cual nunca quisieron (o pudieron) definirle praxis.


Referencias
:
Simulacra and Simulation, Jean Baudrillard.
Towards a radical Anti-Capitalist Schizophrenia, Johnah Peretti.

Imagen de portada: Mareen Fischinger

Implosión moral

Escrito Por

Federico Compeán

Fecha

22.ago.18

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