Las y los «automovilistas» (en todos lados, pero particularmente regios) forman parte de una especie de secta urbana, una subcategoría de ciudadanía malcriada, berrinchuda, intolerante y violenta. Con todo, de cierta manera también son víctimas de un diseño urbano hostil.
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No es fácil moverse por el Área Metropolitana de Monterrey (AMM). Eso lo sabemos, lo vivimos a diario todas y todos. Podríamos partir de ahí para abordar el tema de la movilidad, pero la cosa se complica cuando las y los automovilistas se desmarcan del resto, adoptando posturas defensivas que son francamente inexplicables. De ahí que sólo hablen del tráfico, secundado por medios y prensa local, monopolizando la conversación en un componente del problema que es más amplio y sistémico.
El grado de complejidad y dificultad para moverse por el AMM es, paradójicamente, inversamente proporcional a la pirámide de jerarquía de movilidad urbana que coloca, por orden de prioridad: primero a los peatones, seguido de ciclistas, transporte público, transporte de carga y, por último, a los automóviles y motocicletas.
«La jerarquía de movilidad urbana prioriza los modos de transporte que promueven la equidad, el beneficio social y dañan menos el medio ambiente», señala el Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (ITDP, por sus siglas en inglés). La realidad es que aquí, en Nuevo León, esa jerarquía está al revés: la infraestructura de la ciudad prioriza modos de transporte que promueven la desigualdad, el beneficio individual y el mayor daño al medio ambiente. Caminar, andar en bicicleta o utilizar el transporte público no sólo son actividades estigmatizadas desde el confort de la ventana cerrada con aire acondicionado, también se ningunean en los presupuestos públicos.
De acuerdo con estimaciones de la organización Cómo Vamos, Nuevo León, «del total de la inversión de movilidad de los municipios, menos de una cuarta parte (23.8%) se destina a infraestructura sustentable. Si excluimos a San Pedro, que destina 80% del gasto de movilidad a infraestructura sustentable, el promedio metropolitano cae a 15%. Santa Catarina y Monterrey apenas dedican el 4% a este tipo de infraestructura con lo que previsiblemente, el 96% sea inversión que favorezca al auto».
No obstante la disparidad en los montos de inversión pública, las y los conductores regios se sienten indefensos, desatendidos, ignorados, atacados por todos los frentes. Que si les quitan las vueltas continuas y ahora tienen que hacer alto total, que si les ponen camellones que “nadie usa”, que por qué diantres el parque se come un cacho de carril, que para qué ensanchan banquetas, que hace falta un segundo piso en la Carretera Nacional, que la ciudad no es apta para ciclovías, que los ciclistas “tienen la culpa” y “se lo buscan” ... Como si todo estuviera en su contra, cuando en la realidad todo está a su favor.
Pero nada de eso importa, lo verdaderamente prioritario es arreglar los baches, ampliar los carriles y resolver el tráfico. Esto se entiende con todo y naming de programa público, por lo menos desde la alcaldía de Monterrey: Vialidades Regias, el programa insignia de ambas administraciones de Adrián de la Garza. En redes sociales, de la Garza no pierde oportunidad para hablarle directo a las y los automovilistas regios: «Día a día trabajamos muy fuerte para que los automovilistas regios cuenten con las mejores vialidades (...) Queremos que los automovilistas regios cuenten con las mejores vialidades, es por eso que trabajamos diariamente para que esto sea posible. ¡Estamos construyendo un mejor Monterrey para ti! #LoPrimeroEsMTY».
Por más palabras que se le agreguen a su descripción, Vialidades Regias básicamente se centra en recarpeteo asfáltico. Pero ni los videos, ni las inversiones, ni los mensajes creativos convencen aún a las y los conductores de nada: lo único que esperan de las autoridades es que, por arte de magia, amanezcan las calles sin tráfico. Curiosamente, en los días más crudos de cuarentena, las calles de Monterrey amanecieron vacías.
Hablar de pirámides y jerarquías de movilidad, peatones y ciclistas, desquicia a las y los automovilistas. Quien haya acuñado la odiosa frase de “la generación de cristal”, se equivocó de material: basta con asomarse al hediondo mundo de los comentarios para darse cuenta que “la generación de acero”, esa que va detrás del volante, se rompe —o bueno, se dobla— a la menor provocación.
Cualquier intento por cuestionar lo “fácil” que la tienen los automóviles para transitar por la ciudad, se eleva a rango de afrenta a las libertades individuales. Lo toman como un insulto, se sienten atacados y se defienden visceralmente. Temen por sus carriles, se vuelven expertos en ingeniería vial y exigen estudios para toda propuesta de adecuación y ensanchamiento de banquetas, ya ni digamos de ciclovías. La ofensa mayor comienza con bici y termina en cleta: el concepto les enerva la sangre, descartan la opción de inmediato con una letanía de excusas bobas que van del calor a “nadie las usa”. En el mejor de los casos, asocian el caminar y andar en bici con el deporte; en el peor de los casos, lo asocian con la pobreza y los pueblos sin pavimentar; desde su perspectiva, los usuarios del transporte público seguramente no le han echado ganas para salir adelante y comprarse un carro.
Las y los «automovilistas» que adoptan estas posturas forman parte de una especie de secta urbana, una subcategoría de ciudadanía malcriada, berrinchuda, intolerante y violenta. Son el complemento perfecto del Nimbyism) (del acrónimo NIMBY, en inglés “not in my back yard” o del sí pero aquí no), una especie de urbanismo malinchista que, desde el privilegio, goza de las calles peatonalizadas o las ciclovías en Nueva York o Europa, pero se niega y se opone a que suceda aquí porque hace mucho calor, nadie camina ni anda en bici (cabe aclarar que el “nadie” se usa en despectivo: nadie como yo). Pareciera que la única ideología verdaderamente regia, es la automovilista.
La actitud malcriada de las y los automovilistas es sólo un reflejo exacerbado de una costumbre muy regiomontana: los ciudadanos como “empleadores”, los servidores públicos como “empleados”. Esta condición individualista se lleva muy bien con el volante, la burbuja andante que les aísla de lo que sucede a nivel de calle: banquetas en mal estado, ínfimo kilometraje de ciclovías, paradas de camión indignas y ya ni hablar de rutas de transporte insuficientes y/o mal planeadas.
Con todo, de cierta manera también son víctimas de un diseño urbano hostil, desequilibrado y caótico. A lo mejor no lo saben o no lo quieren aceptar, pero incluso desde la comodidad del automóvil se padecen la serie de errores de planeación que tienen a Monterrey condicionada a sobrevivir en una selva de asfalto donde el rey es, precisamente, el auto.
Y en esa selva asfáltica, el tonelaje de los autos se convierte en un arma de doble filo: comodidad y letalidad. No es necesario llegar al extremo de verse involucrado en un hecho de tránsito para reconocer que la intolerancia y la violencia desde el automóvil es cotidiana. Rebasar el límite de velocidad permitido es, quizá, la acción de intolerancia y violencia más generalizada en todo el Área Metropolitana de Monterrey.
En el caos urbanístico en el que estamos sumidos, lo que menos necesitamos es a un grupo de automovilistas a la defensiva. Esta ciudad nos ha fallado a todas y todos, incluyendo, aunque en menor medida, a las y los conductores. ¿Por qué razón es necesario (dadas las posibilidades económicas) adquirir un automóvil en Monterrey? Porque seguramente la vivienda, el trabajo y el ocio de quienes conducen, están muy distanciadas unas de otras. Quienes viven lejos de su lugar de trabajo probablemente no tenían de otra, o quizá fue por decisión propia pero serán los menos. El hecho de subirse a un automóvil en una ciudad como ésta, responde más a la falla estructural de la vivienda, a la falta de accesibilidad de servicios urbanos (salud, educación, ocio, consumo), a un inconexo servicio de transporte “público”, a una inercia histórica y absurda de invertir desproporcionadamente a favor del automóvil particular, así como a decisiones del mercado inmobiliario que siguen ensanchando la ciudad a zonas inhóspitas o, igualmente peor, a construir verticalmente sin ninguna consideración por el contexto urbano.
Subirse al auto sin reconocer estas fallas, es asumirse malcriado, berrinchudo, intolerante y violento. No sumarse a las exigencias de priorizar modos de transporte que promuevan la equidad, el beneficio social y dañen menos el medio ambiente porque “hace mucho calor y voy a sudar mucho”, es una mentada de madre.
Berrinches al volante
zertuche Fundador y editor de «contextual». Anteriormente fue editor de la revista Residente Monterrey, en su última etapa bajo el lema "Acciones para una ciudad mejor".
21.ago.20