Entre toda la revoltura de inconsistencias ideológicas y deshonestidad lógica, existe, muy en lo profundo, un elemento compartido: una idiotez que en términos menos ofensivos podemos llamar falta de pensamiento crítico.
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Vivimos tiempos políticos extraños, volátiles y surreales. Mejor dicho, hiperreales. La cacofonía informática, el periodismo basado en Likes y la “opinocracia” son combustible que alimentan el fuego de la ignorancia colectiva. Suena contradictorio que en una época de acceso fácil, veloz y masivo a la información, el diálogo político se vea reducido a espectros enfermizos de antípodas emotivas que ni por accidente convergen en argumentos críticos. Sin embargo, si observamos la realidad del escenario político como otro elemento más del aparato de entretenimiento masivo, es fácil ubicar de forma más lógica su compulsión adormecedora de consciencias.
Diariamente hacemos el esfuerzo continuo para huir de cualquier indicio de aburrimiento, ya sea mediante excesivos maratones de Netflix, la reconfortante rutina de los eventos deportivos, una rendición voluntaria al alcohol, la cuasi-política de élite en la industria del entretenimiento o la atractiva y cálida pantalla del teléfono que nos bombardea con el último comentario político controversial. En este último caso, cada artículo, nota o declaración parte como una espada a la opinión pública. Los comentarios políticos se escriben en encabezados y los artículos, que sólo algunos leen, son más como notas al pie de una fotografía. Se abren entonces las peleas de Twitter —los memes de chairos y derechairos— y las gritaderas en las comidas familiares (ya no sabes si tu tío reaccionario es más molesto que tu primo el socialista, que con trabajo sabe quién es Karl Marx).
Como ejemplo más reciente tenemos la controversia sobre la posición del Estado mexicano de seguir reconociendo la presidencia de Maduro, aún y cuando la mayoría de los países del continente han expresado su apoyo al líder de oposición, Juan Guaidó. Aunque las opiniones a favor y en contra son variadas, sería mucha indulgencia describir estos “matices” como algo mínimamente cercano a un ejercicio crítico. En la revoltura están incluidos tanto los tibios (que cambian de opinión como Monterrey de clima), los neo-oficialistas pro-todo-AMLO que dejaron la crítica en las urnas de las pasadas elecciones, los comunistas de praxis digital que se imaginan reviviendo las glorias leninistas mediante comentarios en Facebook, los “ya siéntese señora” de la reacción inmediata, “libertarios” de derecha que se imaginan futuros tecnócratas mientras calientan su tóper en la oficina y, claro, la “nueva” oposición que después de 12 años de militarización y crisis de derechos humanos a nivel nacional, les creció un ápice de conciencia social para “todo” menos para los más necesitados aquí.
Entre toda esa revoltura de inconsistencias ideológicas y deshonestidad lógica (qué es algo así como la versión ñoña de la incongruencia), existe, muy en lo profundo, un elemento en compartido: una idiotez que en términos menos ofensivos podemos llamar falta de pensamiento crítico. ¡Qué lugar común tan maravilloso! Pero adicional a esto, lo que comparten todas estas opiniones superfluas y vacías radica en que se erigen como comentarios morales antes que políticos. Esto presupone entonces una estructura de valores que, aunque normalmente quedan sin decirse, se expresan inconscientemente como reflejo del arreglo hegemónico de un status-quo invisible pero omnipresente.
Revisemos este caso con un poquito de contexto histórico y situacional. De entrada, pongamos en claro que nadie, salvo tal vez oficiales del Estado venezolano, deberían de glorificar, idealizar, justificar o si quiera suponer que el gobierno de Maduro es marginalmente positivo. Incluso si tuviera componentes rescatables, es posible que éstos se encuentren tan enterrados en las realidades más crudas de Venezuela, que nadie fuera de ahí pudiera atreverse a asumir la superioridad moral de declararlo.
Esa posición, radicalmente razonable, no excluye en ningún momento una aproximación crítica al teatro diplomático que protagonizó Mike “carisma de una piedra” Pence en representación del bufón neo-fascista preferido del mundo. De repente, la legitimidad cuestionable de una figura presidencial autoritaria fue sustituida por la legitimidad cuestionable de una auto-proclamación respaldada casi de inmediato por el país con más instancias de intervenciones en nombre de la democracia, justicia y libertad. Intervenciones que en exactamente cero ocasiones han resultado en el fortalecimiento de esos ideales “americanos” y, en cambio, en el 100% de las veces sí ha generado una expansión de intereses unilaterales sobre recursos, territorios, posiciones militares, favores geopolíticos, expansión del capital y ganancias económicas para EUA a costa de esas poblaciones “liberadas”. Tan sólo en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, la nación vecina del norte ha orquestado intervenciones, golpes de estado, ocupaciones e invasiones en Alemania, China, Grecia, Italia, Corea del Sur, Vietnam, Laos, Camboya, Cuba, Haití, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Líbano, Congo, Ecuador, Brasil, Argentina, Chile, Indonesia, Libia, Bolivia, Iraq, Yugoslavia, Bosnia, Croacia, Afganistán y un largo etcétera.
En México, algunos reducirán el tema a una “falta de huevos” del Ejecutivo, porque es bien sabido que las nociones de masculinidades agresivas son, como en siglos pasados, modelos ideales de política exterior.
Pero bueno, la presión política que están generando seguramente sí es, esta vez, un acto desinteresado de apoyo al pueblo venezolano. Que la declaración casualmente haya escalado las tensiones diplomáticas es un mero colateral de la buena voluntad del espíritu americano de que todos “vayamos con Dios” (¿no les suena un poco como invitación a la muerte?).
Como reacción esperada se generaron apoyos similares de países como Canadá, nación liderada por el famoso feminista pro-venta de armas a Estados con conductas cuestionables y gran amigo del medio ambiente (siempre y cuando no afecte operaciones mineras). Como Trudeau sabe de computadoras cuánticas entonces debe tener razón. O cómo obviar a Brasil, primera nación a nivel mundial en aceptar de forma abierta el regreso del fascismo explícito. También tenemos a Perú, que tal vez no valga la pena mencionar que vive una crisis política desde 2017, divididos entre corrupción institucional y el regreso del fujimorismo. Pero bueno, si nos metemos en todos los detalles despertaremos ese monstrillo del nihilismo político y posiblemente no estemos listos para su abrazar su potencial emancipador.
En México, algunos reducirán el tema a una “falta de huevos” del Ejecutivo, porque es bien sabido que las nociones de masculinidades agresivas son, como en siglos pasados, modelos ideales de política exterior. Otros defenderán el apego conservador a la inflexibilidad constitucional. Otros, mis queridos derechairos, apelarán a todo eso que detestan en territorio nacional pero les sirve para levantarse el cuello de pulcritud moral en temas de política exterior: derechos humanos, apego a la ley, respeto a la autoridad, bien común o, en resumen, decencia e interés mínimo por la sociedad en general.
¿Entonces qué? ¿Apoyamos a Maduro? ¿Apoyamos a Guaidó? Pueden hacerle como la Unión Europea y sugerir entre pena y tibieza una solución democrática (¡¿Cómo no se nos había ocurrido antes?!); sin embargo, en el gran esquema de las cosas, la verdad es que tu opinión es irrelevante. La del Estado mexicano un poco menos, pero la verdad no por mucho.
Mi propuesta radical es que aprendamos a identificar cómo pueden confluir dos nociones aparentemente dicotómicas y excluyentes. Puedes criticar ferozmente a Maduro sin ignorar al menos el último siglo de realidad histórica de imperialismo (¡Hola Liga de las Naciones!). Otra radicalidad de pilón: No tienen que tener una opinión enérgica de todo. Yo sí porque escribo columnas y me toma más de 30 segundos generar mis puntos de vista.
Vacíos políticos
Federico Compeán
28.ene.19