El Sanborns Garza Sada no tenía nada para ofrecer, todos los significados se los dimos nosotros. Por eso lo extraño, por eso me pesa su ausencia. Me cuesta creer que se nos fue uno de los últimos lugares a los que no les importaba hacernos sentir algo.
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El Sanborns de Av. Garza Sada es –era– mi Sanborns favorito en Monterrey. Puedo presumir que me senté en todas las modalidades que ofrece. La barra y sus sillas de metal enclavadas, que tenían un desplazamiento que me recordaba muchísimo a los auditorios de Aulas VI en el Tec. Las mesas como para tener un rato más efectivo de conversación, con su típica decoración de florero con un clavel rojo y otro blanco. Los sillones que resultaban ideales como para pasar horas a esperar que la plática no concluyera, más que por fatiga o taquicardia.
Fui tantas veces a ese Sanborns que terminé por aprenderme qué mesas atendía la mesera que mejor me caía (Elba) y por eso siempre fui un partidario de los sillones que colindan con los ventanales que miran al Arroyo Seco.
— Buenos días joven. Tenemos todavía desayunos, le incluyen café, jugo o fruta y también tenemos arrachera con aguacatito y frijolitos.
— Voy a pedir café y un vaso con agua.
Puedo repasar en mi cabeza el estrecho pasillo rodeado de porquerías, una especie de antesala al restaurante, que espero nadie compre jamás: relojes de pared, enormes ajedreces de cristal, aviones de metal con reloj integrado, corbatas de colores chillantes, guayaberas de colores, cubiletes.
La puerta invisible y al frente devela la barra de bufet que nunca me hizo feliz, con mesas en ambos lados (el lado derecho por alguna razón me resultaba mucho más magnético, consistía en un archipiélago de mesas con cuatro sillas al centro y, en las paredes, una como costa de sillones clásicos). Desde casi cualquier punto se podía entrever el trajín de la cocina y se podía adivinar a quién le tocaba descanso en ese turno (casi siempre la señora que revuelve las papeletas en la barra de forma hipnótica).
— ¿Ya sabe qué va a pedir?
— Denos un minutito más. Le encargo el agua por favor. Sin hielo. Y más café. Gracias.
Fui a ese Sanborns más veces de las que recuerdo. Por año y medio viví a menos de cinco minutos a pie de él. Iba algo así como cada 10 días gracias a que descubrí que podía pagarme la comida con vales de despensa. Nunca logré recordar todo lo que incluye el menú, ni los pequeños códigos como índices que acompañan a cada platillo. Nunca pedí los chiles rellenos. Ni el club sandwich. Ni una malteada. Soy una persona de rutina en el caos: puedo no saber qué quiero en la vida, pero tengo claro que mi favorito en Sanborns son las enchiladas suizas. Tengo claro que soy como todos, que no soy especial.
Fui tantas veces que comencé a identificar a los viejitos de conversación enternecedora que juntaban mesas porque todavía eran más de cuatro. Fui tantas veces y, sin embargo, nunca, hasta que cerró, me sentí forzado a explicar por qué.
Quizás porque este lugar, esta tienda de todo, al no ofrecer nada en concreto se me volvió la posibilidad de tocar y vivir –que no es disfrutar– cada una de las visiones del mundo que me he resuelto desde que me hice adulto. Hoy creo que Sanborns, para mí, es un proceso. Una cadena que eslabona la solemnidad, con la franqueza, con lo absurdo de nuestra modernidad.
Solemnidad
“Sanborns no era un café más, era el café a donde iba todo el México institucional a desayunar. Recuerdo haber visto a Novo, a López Mateos, a Tamayo... Sanborns representaba la combinación de un México que quiso americanizarse con el México de las instituciones. Era un sitio de encuentro con atmósfera de respetabilidad.”
— CARLOS MONSIVÁIS
La “atmósfera de respetabilidad” encapsula la verdadera intención de Sanborns: ser en primera instancia una buena intención. La intención de ser más que una cafetería al ofrecer servilletas de tela y una vajilla que simula ser una antigüedad. La intención de erigirse como un restaurante de buen ver, aunque esté irremediablemente condenada a ser una cafetería que apenas se escapa de las garras de la comida rápida. La falta de creatividad gastronómica, pobremente compensada con el festival del chile y del mole y de los estados y de cuaresma y de la independencia y de tantas efemérides como quepan semanas en el año.
En Sanborns uno puede palpar las contradicciones entre lo que se busca ser y lo que se está condenado a ser. Uno puede ser testigo de cómo, a pesar de dichas contradicciones, se puede perdurar.
Y esa perdurabilidad, que además brilla a lo lejos, creo que dota al Sanborns, dejando a un lado sus defectos, de solemnidad. Algo pasa que quienes conversan ahí se lo toman en serio y hasta lo proyectan. Los enamorados pueden verse perdidos el uno en el otro. Quien busca perderse solo puede hasta dotarse de un aura de misterio.
La posibilidad de darle peso a lo que enmarca la comida se ofrece a todos los comensales por una módica cantidad, con la única condición de ver a los demás de reojo. Porque, además, ver de reojo en un Sanborns nos permite imaginar, aunque sea por un momento y con una complicidad generosa, que estamos entre Tamayos, Novos, Monsiváises, Castellanos o Mastrettas. El teatro aparente que se monta, la pequeña capa de solemnidad, nos invita a pensar, si nos esforzamos, que formamos parte de un grupo que se reunió ahí a hacer algo más que comer comida poco sorprendente y tomar café barato.
Por eso es preciso mirar sin mirar. Cuando se presta excesiva atención a los detalles en un Sanborns, la solemnidad se desvanece y sólo queda lo percudido, lo opaco, la nostalgia. Sólo queda la certeza de que el brillo no volverá.
Franqueza
“Los adultos conocemos perfectamente ese mecanismo porque lo experimentamos con nuestros papás. En la actualidad, la marca tiene que hacer una labor más intensiva para atraer y darse a conocer con clientes que buscan un ambiente más moderno, más juvenil, más cool”
— JUAN CARLOS RIVERA
Eso declaró Juan Carlos Rivera, catedrático del Tecnológico de Monterrey, en el reportaje Sanborns cumple 115 años de éxito y busca conquistar a los Millennials.
Pero una vez que el brillo se deshace, es posible ver de cuerpo entero a quienes estamos en las mesas. Mucha gente come sola en un Sanborns. Los viejos se ven golpeados por enfermedades. La gente casi siempre come con prisa y la que no, lleva impregnada la preocupación.
¿Qué tendrán que hacer? A lo mejor están desempleados. Aquí la gente tiene que irse a jalar. Las meseras comienzan a verse desteñidas. La comida sabe tan apenas como se ve y el café requemado quema el esofago y da agruras y da taquicardia y ¿me da otro café por favor?
Y entonces, ¿qué nos queda? ¿Por qué no salir corriendo de ahí? Porque es ahí donde para mí se devela una segunda capa de este lugar y es la que nos dice que no elegimos comer ahí, sino que sólo es un pretexto.
Algo maravilloso de ir a un lugar moderadamente bueno es que nos fuerza a conversar del porqué estamos ahí (la respuesta a esa pregunta nunca es la comida). Para mí el ruido constante pero quedo, el trajín sonoro de la cocina del Sanborns de Garza Sada, el beep beep beep lejano de las cajas registradoras, hacen una especie de atmósfera perfecta para escuchar. Si estamos acompañados es posible entrar en un trance con el otro y hasta, aunque suene imposible, entenderle. Si vamos solos se vuelve perfecto para masticar nuestros pensamientos, dejarlos revolotear y condensarse, hasta que hagan sentido.
Cuando el brillo se disipa y sólo nos queda ver a los ojos a los otros, o interiorizar nuestras ruinas, descubrimos que, incluso en medio del capitalismo, podemos alcanzar la espiritualidad. El Sanborns pasa de ser institución de la respetabilidad a templo budista asequible con comida corrida, agua de jamaica y pasteles llenos de betún.
Por eso genera devociones. Porque la fe nace de la sensibilidad, pero se cultiva con la costumbre. Cada Sanborns es parroquia desorganizada, de gente que se ve de reojo, de rituales que sólo hacen sentido para quienes se conocen. Ir al cine y luego al Sanborns. Crudear los sábados en el Sanborns. Comer los jueves. Vernos para el pastel el domingo.
— Elba, ¿cómo estás?
— Muy bien, joven. ¿Lo de siempre?
— Sí, unas suizas y el café.
Y entonces ahí, en la precariedad, en la decadencia, en la normalidad arrogante ocurre el milagro que valida al Sanborns como templo: lo sublime tiene una aparición fugaz y luego vuelve a quedar lo mismo, la cotidianeidad aplastante.
Absurdo
“¿Qué llevarían a una isla desierta?”, preguntaron en algún momento de mis fiestas navideñas. Y yo recordé al enorme Carlos Monsiváis, que ante la misma pregunta respondió: “Un Sanborns, claro”.
— EMILIANO MONGE (EN TWITTER)
Hay citas de Monsiváis para todo, hasta para el absurdo de Sanborns. Este lugar de propiedades extraterrestres donde para mí –y estoy seguro que para otros– se nos ofrecía la oportunidad de transportarnos a una suerte de crisol donde podíamos machacar nuestra realidad y reimaginarla. Qué absurdo.
No hay nada mágico en el café helado. No hay nada superior en los tecolotes, ni en la sopa de fideos, ni en el caldo tlalpeño. No hay una estética que rescatar de un lugar que no supo enfrentarse a la evolución del tiempo. No hay resistencia en los símbolos anticuados que por más de 100 años se negaron a abandonar. No hay gente interesante sentada. Sólo gente sola. Sólo gente aburrida. Sólo gente aburrida y sola.
Y sin embargo, podemos elegir verlo de otra manera. Podemos enfrentarnos a cualquier versión de Sanborns que nos haga feliz y podemos hacerlo porque viene sin instrucciones. En ningún lado se nos dice cómo comportarnos en un Sanborns o qué esperar de él. No hay intención. El concepto de la tienda de todo es un conjunto vacío. La comida no es tan mexicana como para ser notable. Es lo que es, nada más y nada menos. Es lo que es en un mundo donde las fuerzas de mercado nos revuelcan ola con ola y nos obligan a comer en sitios perfectamente diseñados: en su menú, en su iluminación, en su música, en su atención. Acá no hay nada, la erraticidad del ser humano y el conservadurismo nacional del que no podemos rehuir.
Desgraciadamente ese maremoto capitalista comenzó a extraer la dimensión inesperada de Sanborns y a crear lugares que pudieran ser un Vips (como el Sanborns de Nuevo Sur) y a cerrar los pocos bastiones de las cosas tal cual son.
Y pienso, ahora que no está, que ese intencionamiento inexistente en el Sanborns Garza Sada lo hacía humano. Qué absurdo. No es que se me haya ido la suma de mi nihilismo y mis desvaríos. Les repito: en el Sanborns Garza Sada no había nada para ofrecer, todos los significados se los dimos nosotros. Por eso lo extraño, por eso me pesa su ausencia. Me cuesta creer que se nos fue uno de los últimos lugares a los que no les importaba hacernos sentir algo. Me duele pensar que se me fue mi último refugio de los lugares que insisten en decirme cosas y que pretenden que les crea.
Aquí tiene su cuenta joven. Nos vemos pronto. Que tenga bonita tarde.
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Nota: Todas las imágenes fueron tomadas de Flickr. Un aplauso a los héroes anónimos de la fotografía ameteur que, con esmero desmedido, capturaron quién sabe por qué momentos, objetos y la estética estéril de un Sanborns.
Un Sanborns, claro
Luis Mendoza Ovando
15.ene.19