Más que una reflexión, un desvarío doctoral a propósito del segundo (¡!) que presumió el senador de Movimiento Ciudadano por Nuevo León, Samuel García.
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La realidad educativa en México es cruda, pero en materia de posgrados la cosa se pone mucho peor. Apenas el 0.1% de la población de 25 a 64 años cuenta con estudios de doctorado, lo cual nos coloca en el último lugar de los países que conforman la OCDE. Hay que decirlo claro: al país no le sobran doctoras y doctores.
El menosprecio por la investigación, aunado a la escasez de plazas y las malas condiciones económicas que ofrece el trabajo académico, así como diversos factores culturales fuertemente arraigados en el imaginario colectivo, han provocado que cada vez se encuentren menos alicientes para continuar con los estudios de posgrado.
Se trata de un panorama trágico, pues tan sólo el 17% de la población adulta en el país logra alcanzar la educación superior. Además, ante un porvenir económico incierto, cada día resulta más difícil creer que un título mejorará substancialmente las oportunidades laborales de alrededor de medio millón de egresados universitarios que cada año suma al mercado el país.
Más allá de eso, quienes decidan estudiar un doctorado muy probablemente lo harán con la motivación de desarrollar una carrera en el campo de la investigación. Y lo harán, en teoría, con el objetivo de producir una tesis que genuinamente aporte a un campo del conocimiento, que abone en la idea de cultivar el trabajo riguroso y la reflexión intelectual profunda antes que la producción desaforada de proyectos efímeros; dedicarle tres, cinco o más años a estudiar a profundidad un tema, no es cosa menor.
El doctorado es un grado académico que entronca con el fin último de la ciencia y la investigación, es decir, con formar individuos que a lo largo de su vida puedan mejorar el entorno a través de sus conocimientos especializados, enrola a personas dedicadas principalmente a la generación de nuevas herramientas teóricas o prácticas para su discusión y futura incidencia.
Por eso, precisamente, cursar un doctorado suele ser una actividad extenuante. Se trata de una apuesta por la paciencia en tiempos fugaces que, por lo general, conlleva no sólo diversas dificultades intelectuales (y, posteriormente, profesionales) sino también de salud mental. De ahí que valga la pena recordar que estudios recientes afirman que los doctorandos son seis veces más propensos a desarrollar ansiedad o depresión en comparación con la población general.
Realizar un doctorado es casi casi un acto de fe, algo excepcional en la vida de las personas, una cuestión que debe pensarse con muchísimo cuidado: implica estar en constante presión académica, vivir con las preocupaciones que generan las exigencias propias de un proyecto de tales magnitudes, o incluso llegar a sentir que la escritura de una tesis doctoral no tiene el mayor sentido frente al escenario tan vertiginoso que desde hace tiempo ha impuesto el mercado laboral.
Aunque las experiencias dependen del contexto y de los involucrados, creemos —sin mucho temor a equivocarnos— que estudiar a conciencia y concluir exitosamente un doctorado suele quitar las ganas de estudiar otro. Por lo general, volver a involucrarse en una empresa de tales dimensiones simple y sencillamente no tiene mucho sentido. Además de que existen pocos motivos funcionales para realizarlo —no es como que un segundo doctorado aporte otro grado académico—, como bien ha dicho Luis Ángel Monroy-Gómez-Franco, «el objetivo del doctorado es que al egresar seas capaz de hacer investigación por tu cuenta en un área específica. La tesis es justo la primera investigación que haces».
Sin embargo, como en todo, siempre hay honrosas y deshonrosas excepciones. Desde hace días el senador de Movimiento Ciudadano por Nuevo León, Samuel García, se ha visto envuelto en una polémica relacionada con estos temas.
Este personaje cuenta con dos doctorados y se encuentra cursando un tercero. El primero lo obtuvo en política pública, en la Escuela de Graduados en Administración Pública y Política Pública del Tecnológico de Monterrey; el segundo, en derecho fiscal en una universidad privada llamada “ITAC”; y, el más reciente en curso, en derecho constitucional y gobernabilidad en la Universidad Autónoma de Nuevo León.
La combinación resulta interesante pues el representante popular combina sus estudios doctorales en dos de las principales universidades del Estado (una privada y otra pública), y cuyo prestigio no se puede negar; pero en medio se encuentra el “ITAC”, una institución absolutamente desconocida en el entorno educativo local.
Quizá una de las pocas referencias de esta universidad es que se encuentra al lado de una de las mejores taquerías del centro de la ciudad, la Rosa Náutica, cuya especialidad en tacos dorados de picadillo y enchiladas con cebolla hace que estos manjares sean considerados ya como todo un emblema…
Fuera de eso, la calidad del “ITAC” resulta dudosa por muchas razones. De entrada, el propio Samuel ha presumido que, durante dos años, semana a semana no dejó de asistir a clases, como si el objetivo de un doctorado fuese tomar cursos —y no escribir una tesis relevante— y como si un par de años bastaran para ello. Pero genera duda, sobre todo, que dicha institución educativa ya no existe. El edificio está en renta, la mayor parte de la información disponible en Internet sobre el “ITAC” ha desaparecido y sus cuentas institucionales se encuentran inactivas.
La polémica surgió porque, en ese bochornoso afán que suele identificar a Samuel a medias aguas entre influencer y senador, al momento en que presumió su segundo título doctoral y la obtención de su mención honorífica, una persona se percató de que la firma del rector del ITAC no era la misma en los dos documentos. Esto dio pie a que se sospechara sobre su falsificación —pero quizá eso es lo de menos.
La proliferación de las mal llamadas “escuelas patito” o “escuelas de garaje” en el país es un problema gravísimo. Para hacerse una idea: en Nuevo León hay más de 60 facultades de derecho, que las autoridades educativas sencillamente no pueden vigilar ni cerciorarse de su calidad. Así, mientras Samuel justifica su elección al afirmar que el “ITAC” es (¿o era?) la única universidad que oferta un doctorado en derecho fiscal en el noreste de México, al mismo tiempo omite algo evidente para cualquier persona medianamente informada: los doctorados suelen tener denominaciones genéricas y no específicas. Para escribir una extraordinaria tesis en derecho fiscal, civil, penal o constitucional, no es necesario cursar un doctorado en derecho fiscal, civil, penal o constitucional. El apellido del doctorado es lo de menos; lo relevante es generar un trabajo que genuinamente aporte a la disciplina.
Lo sucedido raya en el absurdo. Como si la defensa de los dos años no hubiese sido suficiente para responder a las acusaciones de plagio y de que su segundo doctorado lo había comprado, Samuel afirmó que el embrollo de las firmas seguro era un error del “ITAC”, y presumió que sus tesis habían sido publicadas, incluso una de ellas en la editorial Porrúa —cómo si esto garantizara un mínimo de calidad.
El caso es emblemático porque la fantochería de Samuel no nada más encierra un problema de fondo, que es el de la facilidad con la que se puede lucrar con la educación privada (escuelas que abren y cierran a discreción), sino también uno de forma: el desprecio por el conocimiento a cambio de acumular títulos doctorales. Todavía más problemático porque se da en un campo tan hermético y parafernalístico como el Derecho, que entronca de manera directa con la política, sobre todo por las labores de Samuel.
Y es que, mientras el Estado desatienda la educación pública y deje que el mercado regule la oferta educativa privada, sin vigilar su calidad ni sus mínimas condiciones administrativas, seguirán agravándose los problemas de desigualdad en este tema que, claramente, serán aprovechados por personas sin escrúpulos que piensan que estudiar un doctorado es como comprar una orden de tacos.
Tres doctorados con chingos de salsa, ‘per favore’
Juan Jesús Garza Onofre Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
Javier Martín ReyesProfesor asociado de la División de Estudios Jurídicos del CIDE.
22.jun.20