Este texto no busca ni arrebatarle ni darle nada a los tijuanenses. No reivindica, ni denosta; es, si acaso, una exploración insuficiente por parte de un todólogo superficial. El resultado probablemente no esclarecerá nada a nadie, pero no puedo contener las ganas de exponer las primeras impresiones de alguien que no conocía la frontera.
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Llevo ya tres días en Tijuana. Ya había visto la frontera infinita, las playas sirviendo de imán de gringos en faceta de surfistas decadentes, las cervecerías artesanales que se multiplican con una virulencia celestial y que guarecen en sus entrañas conceptos increíbles. Para ese momento ya había comido en la (¿o el?) Telefónica, había comido tacos de birria y probado cosas de un delicioso inexplicable. Ya había escuchado a Nortec en vivo en un concierto gratuito y multitudinario, había escuchado a la gente desgarrarse la garganta en Karaokes y me había ya fastidiado de la música en vivo. En ese preciso momento ya le había agarrado a Tijuana ganas de escribirle cosas, pero nada relacionado con lo anterior. Hablar de la comida, la cerveza artesanal, los sitios imperdibles para fotos y los bares emblemáticos es entender a Tijuana desde una revista confinada al respaldo de un asiento de avión.
En todo caso a mí me había eclipsado su ritmo errático, su personalidad impresionante –en el sentido más estricto, lo que ahí ocurre no se rige por la lógica– y la ligera pero siempre visible capa de decadencia que lo cubre absolutamente todo. Tijuana es, sin duda, la utopía venida a menos, pero utopía al fin.
No es provincia, es frontera
En un arrebato poético provisto por dos caguamas, me dijeron: «Es que Tijuana no es provincia, es frontera». Uno no entiende la frontera hasta que la ve con sus propios ojos. Las líneas de los mapas de México con división política (esos que costaban a peso) no muestran el drama de la frontera. Nada transmite como esa muralla de fierro viejo, que se extiende como horizonte paralelo al horizonte de a deveras, lo que es la vida de la frontera.
Vivir en la frontera es levantarse todos los días a una realidad que invariablemente refiere a “este lado” y el “otro”. En este limbo hay quien logra suprimir todo cuestionamiento y hacerse de una vida en la posibilidad de ir y venir de San Diego a Tijuana. Hay muchas otras personas mucho más desafortunadas, cuyo ir y venir consiste en verse a través de los huecos que la reja fronteriza en playas de Tijuana provee. Estos desafortunados se citan para asomarse, sólo para verificar que su familia existe, que habla, que se comunica, que sigue ahí en el espacio dividido. Tijuana, le guste o no a Tijuana, seguirá siendo ciudad de paso y sala de estar; que la sala de estar se haya vuelto más atractiva últimamente no cancela su esencia, sólo revela nuestra proclividad contemporánea por la indefinición.
A mí me maravilla que no se le ve fin a esa barda que sigue y sigue como un arbusto pardoso por el óxido, pero tampoco puedo dejar de pensar que en esos cerros que ostentan una estética del olvido vive gente que nunca ha cruzado esa frontera y morirá sin haberlo hecho. México es un país de contrastes dramáticos y la frontera es una ultraconcentración de todo ello.
Así se siente el ambiente en la colonia Camino Verde. En 2007, Tijuana era la ciudad más peligrosa del mundo y Camino Verde el barrio más peligroso de Tijuana. Y sin embargo, hay quien ha roto la pesadez lapidaria de que en la vida sólo hay barrio y hay violencia. Lo que hace Torolab en su granja Transfronteriza –que va desde la organización vecinal hasta la creación de una orquesta de cuerdas, pasando por clases de danza contemporánea– es un milagro, también de la ultraconcentración. Cierto, en Tijuana todos los defectos se agolpan con recio protagonismo, pero también lo hacen las virtudes.
Y así como lo que hace Torolab hay muchas otras organizaciones o centro culturales o simples restaurantes que ven en su condición fronteriza la obligación de contrastar –e irónicamente abrazar– la capa de decadencia que cubre toda la ciudad que no es de nadie.
Aquí empieza la patria
La relación de Tijuana con el país es por decir algo inestable. Tijuana y la nación se aman, pero no se comprometen; y es que todo lo dictado desde el centro se siente lejano: la política, las noticias y hasta el entretenimiento mismo. De fondo es como si fuera otro país, pero todo es burdamente familiar.
Si alguien lo dudaba, no está de más repetirlo: el PRI es arquetípicamente machista. Después de conocer Tijuana me imagino al presidente en turno mirando hacia los estados como ranchero de película del siglo de oro que tiene 31 esposas y “la buena” (el Distrito Federal, R.I.P.), y pensando cómo mantener “contentas” a cada una de ellas. La respuesta está siempre en regalos y balazos (basta con clavarse con las películas de Jorge Negrete o Pedro Infante).
A Tijuana le regalaron el CECUT, un centro Cultural increíble que opera hasta la fecha con dinero Federal. En esa entrega no sólo le dieron un museo y un centro de conferencias y un foro de conciertos. Le dieron a Tijuana su patio cívico, su territorio donde llamarse pueblo.
Pero a Tijuana también la marcaron de por vida: Aquí empieza la Patria, dice el lema de la ciudad. Como un recordatorio férreo que por más lejana que se sienta, más ajena y más distinta, no deja de pertenecer a la Patria. Tijuana puede estar en la frontera, puede entenderse con Estados Unidos, pero en el juego de otredad es clarísimo de qué lado está y esa decisión la tomaron por ella, como siempre ocurre en toda la provincia.
Bonus: El que no enseña, no vende
Este bloque no entra en la narrativa del anterior pero sí es necesario para acabar de sorprenderse con Tijuana. Para mí la publicidad es una expresión cultural. La publicidad regiomontana por ejemplo apela a calificativos incomprobables para resaltar: «Los mejores tacos del mundo, quizás del universo».
Pero en Tijuana es como si la seducción de los adjetivos fuera un concepto que jamás hubiera llegado. El clímax de esto lo logra un hotel que ostenta esta imagen.
No sé porque el apego a los hechos o a lo evidente rige la publicidad Tijuanense, ni me queda claro porque en el caso de Monterrey se aferra a una grandilocuencia fabricada con productos de Fantasías Miguel.
Tijuana, la utopía venida a menos
Luis Mendoza Ovando
27.mar.18