Ahora que las estructuras que daban sentido a nuestra realidad se desmoronan, no habría peor error que ceder nuestra libertad de transformar el mundo para mantenerlas en pie.
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Giovanni sale de su casa cuando escucha unos golpes y los quejidos de su vecino; la policía lo está golpeando porque no trae cubrebocas. No es raro que los uniformados actúen así en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, en Jalisco. “Vanni”, como le dicen sus familiares, usualmente es muy tranquilo pero la escena le hierve la sangre y decide sacar su teléfono para grabar la brutalidad de la que es testigo.
“Es por la gente consciente que cumple con su responsabilidad y también por los pendejos que siguen sin entender. Es por todos. Ni madres que nos vamos a rendir. A darle.”
— ENRIQUE ALFARO EN FACEBOOK.
Lo anterior lo escribió el gobernador de Jalisco —¿o su Community Manager?—, Enrique Alfaro, en su página de Facebook el 24 de abril del 2020. La publicación apareció cinco días después de anunciar medidas más restrictivas para hacer frente al COVID-19, una de ellas el uso obligatorio de cubrebocas.
La policía sigue golpeando a este pendejo que no entiende hasta que se percatan de que Giovanni los está grabando. Vanni alcanza a salvar su teléfono pasándoselo a una vecina, pero eso le cuesta participar en la golpiza. Se los llevan a él y a su vecino en la patrulla y se gana un trayecto con golpes constantes: en el tórax, piernas, cara. El ojo se le hincha con cada puñetazo. Tres horas lo seguirían golpeando. Tres horas de tortura. Tres horas que le costarían la vida.
“Lesiones que por su naturaleza llevan a una gravedad extrema que pueden propiciar la muerte”, señalaría la autopsia.
La brutalidad policial y el abuso de poder en Estados Unidos, Jalisco, México y en el resto del mundo, no surgió apenas hace unos días. Pero los episodios más recientes sí se inscriben dentro de un contexto de “aprovechamiento” de la circunstancia pandémica: la tentación de autoridades e instituciones de imponer el “orden” y de exacerbar el control sobre los ciudadanos.
Un extenso reporte publicado en 2006 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) relata a fondo el esparcimiento del SARS durante 2002–2003, detalla cómo se logró mitigar y cuáles fueron las enseñanzas que nos dejó el virus a la sociedad y a los gobiernos.
Leer el reporte bajo restricciones de distanciamiento social genera un trigger warning. Las enseñanzas principales son: la transparencia es la mejor herramienta para combatir el virus, las estrategias de combate epidemiológicas actuales se caracterizan en gran parte por ser prácticas del siglo 19 (salvo algunas mejoras científicas) y, por último, las prácticas modernas de cría y comercialización de animales afectan a la salud humana.
Al comparar esas “enseñanzas” con la situación actual, nos encontramos de frente con nuestras deficiencias. Parece que seguimos sin aprender de los errores del pasado, que no transformamos los aprendizajes y recomendaciones de expertos en políticas públicas preventivas (un tema recurrente durante la década reciente).
Vivimos en un periodo donde los gobiernos no aceptan los hechos como una restricción de sus acciones, donde la transparencia se entiende no como un mecanismo de rendición de cuentas sino como uno de propaganda. Al final, que la titular de la Secretaría de Gobernación diga que el presidente no usa cubrebocas porque consume unas “gotitas mágicas” o que el gobernador Alfaro diga que las manifestaciones contra la brutalidad policiaca en Jalisco son orquestadas por los “sótanos del poder en la Ciudad de México”, son ejemplos del desprecio de la clase política por la verdad.
El problema es que las crisis intensifican el distanciamiento de los gobernantes con la verdad.
La revista The Economist publica anualmente su índice de democracia, el cual es calculado usando mediciones de los procesos electorales y pluralidad, participación cívica, funcionamiento del gobierno y libertades civiles. Con un puntaje promedio global de 5.44/10, el 2019 resultó ser el año con puntaje más bajo desde que se empezó a producir este índice.
Sin embargo, es importante recalcar que la presencia de instituciones democráticas no asegura la aplicación de procesos transparentes. Actualmente las instituciones que fungen como reguladoras o vigías de secretarías de gobierno se encuentran discapacitadas, dado que han sido limitadas a funcionar como organismos “no esenciales”.
Una de las preocupaciones más grandes que ha surgido entre los círculos de académicos y “expertos” es que la implementación de herramientas gubernamentales para combatir la “guerra” a la que nos enfrentamos, no sean medidas temporales. Para muchos de ellos, la expansión de poder y alcance por parte del gobierno se debería convertir en la nueva norma de vida, que pueden llegar a añadidos al contrato social que tenemos con nuestro gobierno.
Resulta contradictorio que muchos de estos personajes alaben el caso de Corea del Sur o El Salvador y castiguen a los países que no siguieron sus pasos. Es cierto que Corea del Sur se distinguió por establecer un alto volumen de centros de pruebas tempranas para detener el esparcimiento del virus. Pero, de igual manera, utilizaron sus sistemas de vigilancia para rastrear los movimientos de casos infectados, al grado que a través de una aplicación móvil alertaban a ciudadanos sobre áreas que habían sido transitadas por personas infectadas.
El caso de El Salvador es distinto, a pesar de no contar con los avances tecnológicos en materia de vigilancia, sí cuentan con un presidente con aspiraciones autocráticas y con guiños de un régimen dictatorial. Basta con ver sus recientes declaraciones y medidas para la “reducción” de violencia y acciones dentro de las cárceles.
Aquí surge un debate que ha sido frecuentemente repetido desde la expansión de tecnologías avanzadas de vigilancia masiva: ¿Cuál es el equilibrio entre privacidad y seguridad?
No sólo eso, debemos de establecer cuál es nuestra relación con el Estado y dónde y cuándo debe de intervenir. El Estado podría, y se puede argumentar que debería, llegar a ser esa red de seguridad para los afectados por esta crisis (transferencias directas) y de esta manera proteger a los negocios durante estos tiempos turbios. Sin embargo, estos esfuerzos, y probable endeudamiento, debería de ser correspondido por el sector privado al momento de dar sus contribuciones fiscales. Las ventas de facturas y la manipulación del código fiscal para reducir estas aportaciones, además de ser sancionadas, deberían de empezar a cargar una connotación negativa entre la sociedad (hoy se perciben como una forma de “astucia fiscal”).
Este contrato social que debemos cuestionar e idealmente reestructurar va más allá de los procesos políticos internacionales y las intervenciones gubernamentales del Estado sobre la economía y la vida de sus ciudadanos. Nosotros como individuos debemos de cuestionar nuestra individualidad y su consecuente impacto en la comunidad. Es decir, podemos pedir comida de nuestros restaurantes favoritos para apoyarlos durante esta situación crítica, pero al mismo tiempo creamos una demanda de trabajadores no esenciales, tales como repartidores UberEats. Lo que hacemos es que a través de una cuota transferimos el riesgo de contagio al repartidor. Sin embargo, el contraargumento es que gracias a este salario estos repartidores son capaces de mejorar sus condiciones de vida.
Puede ser que estos dilemas éticos, a los que nos enfrentamos frecuentemente, sean un producto de la especialización que tanto buscan las economías de mercado o que sean los síntomas de distopía en la sociedad en la que nos encontramos. Cual sea el caso, debemos de determinar en cual nos debemos de encontrar.
Tal vez esta pandemia no genere los cambios estructurales necesarios para evitar la repetición de errores del pasado en instancias modernas, pero sí está acelerando el hartazgo. Las protestas contra el racismo y la brutalidad policial en Estados Unidos, así como las de Jalisco, son ejemplo de que el hartazgo de los abusos del poder es mucho mayor que el miedo al contagio de coronavirus.
Al revisar la historia de catástrofes o tragedias históricas, el hilo común de éstas es que son seguidos por un incremento de poder del Estado sin ser revisado o cuestionado previamente. Desde el surgimiento de regímenes fascistas en Europa después de la primera guerra mundial, hasta la expansión del sistema de vigilancia en Estados Unidos posterior al ataque del 9/11.
A pesar de que han existido pandemias más mortíferas —la peste negra e influenza española—, nunca habíamos estado tan conscientes de las condiciones que propiciaron la creación del virus y su eficaz propagación. Por la rapidez del contagio, será tentador para los países regresar a la autarquía y a un estilo de vida aislado de la comunidad internacional. En mi opinión esto sería, a parte de un error, inasequible de lograr. Los beneficios que ha traído la globalización y el progreso tecnológico son mayores a sus costos. No obstante, esta modernidad no es a la que debemos de aspirar. Existen mejores condiciones a las que somos capaces de llegar, siempre y cuando estemos dispuestos a cuestionar los supuestos que definen el status quo, además de hacer los cambios pertinentes.
El avance científico y tecnológico se ha caracterizado por la disrupción continua de tradiciones y creencias. Ahora que las estructuras que daban sentido a nuestra realidad se desmoronan, no habría peor error que ceder nuestra libertad de transformar el mundo para mantenerlas en pie. Porque en el mar de tragedias que circunda la crisis hay una isla a la cual podemos aferrarnos para seguir a flote: la idea de que son estos tiempos los propicios para tener ideas fuera de la norma. Ideas tan radicales como que la policía pudiera reformarse para realmente garantizar la seguridad y la armonía entre todas y cada una de las personas.
Tiempos radicales en la pandemia
Alberto Fragoso
08.jun.20