Ver la película de Andrés Clariond es más incómodo que entretenido, ya que nos orilla a pensar lo que entendemos por “ser hombre”.
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El 26 de agosto se estrenó en cines Territorio, la nueva película de Andrés Clariond Rangel y producida por Bengala. La película tiene como personaje central a Manuel, un hombre que aunque es trabajador y respetuoso, se siente incompleto porque no puede tener un hijo con su esposa Lupe y entonces pide ayuda a Rubén, su amigo y empleado, como donador de esperma para lograr su objetivo. Esa decisión terminará por dañar su matrimonio y transformar su amistad con Rubén en una confrontación violenta y hasta patética. Esto es lo mejor que puedo hacer para describir la película sin spoilearla irremediablemente.
Reseñar de ahí en más (que si las actuaciones son buenas o malas, que si le veo algunas gracias técnicas a la obra), sería mentirles a ustedes y a mí. De cine yo sé muy poco, sino es que nada: sólo sé que me gustan las palomitas y ver películas, más en una sala destinada para eso que en la tele de mi casa.
Por eso prefiero compartirles lo que la película me dejó pensando. Lo hago sin ningún ánimo de convencerles —para eso seguramente hay fuentes mucho más informadas—, pero hay dudas y pensamientos que creo sería egoísta dejarlos sólo para mí. Por eso quiero compartirles este desvarío, pero sobre todo a los lectores hombres. Porque, de entrada, pienso que esta es una película para ellos, para nosotros, y no lo digo en el sentido más normativo que nos llevaría a pensar que se trata de un refrito de Rápido y Furioso. Por el contrario, se trata de un proceso más incómodo que entretenido, ya que nos orilla a pensar lo que entendemos por “ser hombre”. ¿Qué esperamos de nosotros mismos? ¿Qué espera la sociedad de nosotros? ¿Hasta qué punto nuestros deseos son nuestros o son sólo ganas de encajar en el molde que nos asignan?
Que Andrés Clariond coloque estas preguntas sobre la mesa es sorprendente. De entrada, porque su perfil dista mucho de ser el de estos hombres evangelistas de las nuevas masculinidades —que algunas veces tienen más ganas de liderar una secta que de promover la equidad— y quien haya leído a Clariond en su columna de Reforma o El Norte puede dar fe de esto. Andrés Clariond tiene de vez en cuando deslices misóginos, como todos los hombres los tenemos y, a veces, creo que menosprecia la corrección política porque no termina de encontrar los matices, aunque quizás ese mal sea más bien generacional.
Pero, por eso mismo, Clariond se vuelve el interlocutor perfecto. Un hombre cualquiera que coloca preguntas genuinas sobre qué es ser hombre, no una receta ya construida, y quizás por eso se siente fácil conversar con él a través de la película. No me puede juzgar porque falla tanto o más que yo. Puedo creerle porque ha expuesto fallas como las mías. Y sin embargo, aunque familiar, todo es incómodo: la película, la conversación, la exploración del género entre hombres.
“Yo siempre he sido muy contreras”, me dice Clariond Rangel como para justificar su forma de ser. “Me gusta la polémica”, insiste y me dice que piensa que el arte debe tener libertad de hablar de lo que quiera. “Creo que el arte debe de estar en otra dimensión y si tú quieres hacer la historia de un violador, debes de poder hacerlo”.
Ahí se me revela el verdadero Andrés y aprovecho para preguntarle si cree que hizo una película con perspectiva de género. “No fue planeado”, dice en automático. “Me gustaría que hubiera una reflexión que llevara a los hombres a pensar en sus motivaciones y esas cosas que están tan arraigadas y que no las tenemos conscientes y que por eso se vuelven patrones que repetimos”.
Para quienes nos hemos beneficiado del patriarcado, tratar de pensarlo de forma crítica se siente como un jaloneo mental: dice que no fue planeado pero su objetivo lo delata. “No soy tan inocente como para pensar que una película va a cambiar al mundo, pero sí creo que puede generar debates y eso es lo que yo más disfruto de hacer cine”, remata.
Clariond dice que su gusto por la polémica y su visión de la libertad de expresión como valor superior tiene que ver con la sociedad en la que vivió y con su educación católica. Vivir en Monterrey, probablemente San Pedro, y haber ido a una escuela de los Legionarios de Cristo definitivamente no suena a un contexto propicio para aprender a usar la libertad. Por otro lado, suena también a un contexto de bastante privilegio. Desde ahí le toca escribir y hacer arte. Desde ahí pienso que está diciendo algo que es urgente; sí, que todas las personas lo escuchen, pero sobre todo las élites de un lugar como Monterrey.
El feminismo es incomodísimo para la psique regiomontana y por eso los estereotipos del machismo terminan en el poder y hasta se reinventan. Un gobernador que excusa su machismo en ser “ranchero” pasa la estafeta de la silla grande del estado a un joven que no tiene reparo en gritarle a su esposa que “está enseñando mucha pierna”, mientras mastica con la boca abierta y todo es transmitido en las redes sociales de Mariana Rodríguez. ¿Por qué esos políticos ganan? Quizás no tenga nada que ver el que sean machos con que sean políticos que ganan elecciones, pero en cualquier caso es un patrón curioso, ¿no?
Hay algo en la ciudad de Monterrey que se respira en el aire. El pacto patriarcal se convierte en clubes empresariales, en paneles donde sólo hablan hombres, en universidades que nunca han sido dirigidas por mujeres… el patrón se institucionaliza. La violencia se vuelve entonces una convención cotidiana y se culpa al clima inhóspito de sus resultados. La gente se enoja, se insulta, se golpea, se mata porque hace mucho calor y porque así es el norte.
Quizás ese sea el tema que me dejó más descolocado al ver Territorio. La película habla de dos hombres, Manuel y Rubén (creo que el tercer personaje, Lupe, está deliberadamente colocado en un segundo plano donde no se le alcanza a ver tridimensional), que son incapaces de dialogar y de establecer límites que les permitan la convivencia. Todo se reduce a someter o ser sometido, a ser un hombre o no serlo.
El eco que hace esa reflexión sobre límites, respeto y violencia en un contexto político y social donde somos incapaces de dialogar es aterrador. Es decir, hay gente bulleando a unx joven de 19 años por pedir que le llamen con el pronombre elle. Los hombres no queremos ceder, no sentimos la obligación de hacerlo, pero en el fondo, pienso que nos da miedo. Nos aterra salir de esa dicotomía de sometedores y sometidos porque no sabemos cómo es la vida fuera de ella.
En realidad el Territorio que nos muestra Andrés Clariond es uno conocido: el de la masculinidad que no se puede flexibilizar, que no puede vulnerarse y que no puede negociar. El territorio que no nos muestra, pero sin embargo habita en la película existe en forma de pregunta: ¿quiénes seríamos si no somos estos hombres?
Territorio inexplorado
Luis Mendoza Ovando
30.ago.21