El encabronamiento colectivo es fácil de generar cuando genuinamente pensamos que “nuestro candidato” es el polo opuesto ideológico de su contrincante. Sin embargo, este supuesto contraste no es más que otro truco de la mercadotecnia.
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Recientemente se publicó en El Financiero un artículo de Alejandro Moreno, director de encuestas del periódico, que da a conocer la tendencia “ideológica” del electorado mexicano en relación con su preferencia partidaria. La encuesta, cuya metodología no es del todo clara, pretende relacionar ciertas nociones políticas del ambiguo espectro de derechas e izquierdas con las preferencias electorales por tal o cual partido.
La escala que presenta Moreno va del 1 al 10, en donde el 1 es la posición más a la izquierda en el espectro. El “obradorista 4T”, por ejemplo, que refiere vagamente a lo que intuyo son los seguidores más fieles de AMLO, califican en promedio con un 3.7; mientras que un “panista duro” se identificaría en un 8.4, aproximadamente. La conclusión es bastante simple: estamos polarizados.
El mismo autor menciona al inicio de su texto que la multiplicidad de alianzas parecería indicar que las ideologías políticas están ausentes o que son totalmente irrelevantes en el juego partidario. Los brincos constantes de políticos de un partido a otro, a pesar de las aparentes rivalidades ideológicas y de diferentes visiones del país, también dejan muy en claro la naturaleza más bien mercenaria de los candidatos que componen estas instituciones cuyo compromiso ideológico es, a la mucho, un disfraz de branding. En ese sentido, parece casi contradictorio que el electorado se observe o perciba así mismo como ideológicamente polarizado, cuando este componente en su función de identidad política pareciera haber desaparecido del lenguaje político-electoral desde hace tiempo.
No se requiere ser un politólogo o algún doctor en filosofía política para dar cuenta que los partidos en México son mayormente indistinguibles de cualquier semblante ideológico. Desde el nivel federal hasta los congresos locales, tenemos personajes cuya única distinción se reduce a fingir interés en uno o dos tópicos de moda y a alinearse ya sea a la voz unificada de su partido, o a escenificar una rebeldía interna accionada por simulaciones morales.
Y así podemos identificar algunos perfiles locales y hasta nacionales que navegan en esta incongruencia. Desde un presidente identificado por su oposición como “socialista” y “radical” y que, al mismo tiempo, minimiza luchas sociales y se revierte a prácticas de un Estado clientelar y ultraconservador; algún senador 2.0 que en su noción de “nueva política” aun opera conductas reaccionarias típicas del conservadurismo regio; alguna diputada “activista” y “pro-movilidad” que no es más que operadora de discursos corporativos y de apropiación; un diputado homofóbico que operaba en el partido de “izquierda” (lo que le valió ser desterrado); o hasta personajes que antes que candidatos son memes de redes sociales, por mencionar algunos ejemplos.
¿Por qué, entonces, si el espectro político de los partidos parece no existir más que una perpetuidad centroderechista, se nos muestra una polarización ideológica respecto a estos?
Las tesis serían dos: la primera es sobre la desorientación general que tiene el electorado (o la encuesta misma) sobre lo que implica el espectro político ideológico; y la segunda, que la aparente polarización es una fabricación, una simulación mediática, aunque sus consecuencias sean bastante reales.
Si, en efecto, un buen porcentaje de la población relaciona a AMLO con alguna noción presente o histórica de izquierda, es claro que hay un desconocimiento o desconexión de los principios generales de lo que esta tendencia política implica. La identificación del PAN con las corrientes de derecha podría ser más precisa; aunque incluso en ese espectro habría que diferenciar entre las corrientes liberales económicas y el conservadurismo pseudo religioso que es parte de los estandartes tradicionales de un partido que ahora también se autodenomina “feminista”. Sin embargo, la distancia ideológica entre Morena, PAN, PRI y los "nuevos partidos" (que al no tener identidad propia, están depositados todos en un ambiguo centro), es realmente menor. La misma coincidencia de que alguien apartidario se considere de “centro” tiene que ver más con una condición de apatía que con una identificación política.
Me queda claro, entonces, que las nociones detalladas y precisas del compás ideológico sí pudieran ser elusivas para gran parte de la población, y en parte es condición misma de cómo la política electoral se ha transformado en un campo inerte, principalmente mercantil, en dónde la participación ya no implica la generación de una consciencia o accionar político informado, sino que la inmersión misma en el juego institucional neutraliza esas mismas nociones al caricaturizar un ejercicio que ya no tiene mucho caso llamar democrático.
Sin embargo, al mismo tiempo que el juego electoral se ha neutralizado políticamente, su condición como espectáculo para consumo demanda mayor atención del espectador cautivo. Compite directamente con otras formas de entretenimiento precisamente porque es necesaria la participación superficial del ciudadano para poder legitimar el simulacro político institucional. De otra forma se perdería la última instancia de validez y formalidad que tiene esta obsoleta forma de hacer política. Es menester de los nuevos medios capturar diariamente el enfoque de nuestros escasos tiempos libres. En conjunto con algoritmos y la indignación vacía, se crea entonces la receta perfecta para fomentar una participación activa y “consciente” sobre un proceso que de político le queda únicamente el #hashtag.
Una de las formas más efectivas de generar ese “engagement” con el contenido político inerte que nos ofrecen es mediante el encabronamiento colectivo. Este es fácil de generar cuando genuinamente pensamos que nuestro candidato es el polo opuesto ideológico de ese otro sujeto que, por virtud misma de nuestra identificación política, se transforma en un enemigo, en la encarnación del mal, en la presencia misma del Rey de la Tinieblas en la Tierra. Así, cuando vemos a otro partido o candidato como la materialización de lo maligno, es mucho más fácil mover la voluntad suficiente para levantarse a votar en una elección más vacía que el abismo mismo.
La simplona encuesta citada, aunque bastante torpe, refleja de forma evidente la falsedad del ejercicio democrático. Pone al desnudo, posiblemente de manera involuntaria, la clara vacuidad del juego electoral y revela de manera muy directa que la polarización que se muestra como evidente no es más que otro truco de mercadotecnia más.
La solución, al igual que la tesis planteada, opera en dos partes: la primera nos debería de llamar hacia la evaluación personal de nuestros principios ideológicos, a una reflexión crítica y honesta sobre nuestro desconocimiento o desinterés por entender lo que implica una postura política real y no los circos simulados que se nos ofrecen; la segunda radica en entender lo inerte y vacío de la política electoral, que es sinónimo de la política del no-cambio.
Así es, literalmente la no-política, porque ni siquiera se muestra como antipolítica ya que eso implicaría negar una postura, pero el vacío no permite esta operación. Así, con una noción de la realidad política de un presente profundamente inadecuado podríamos observar con claridad que las acciones que pudieran motivar un cambio operan, precisamente, por fuera de lo (no)político. Y ahí, en ese renunciar voluntario a esta farsa periódica de participación, podríamos comenzar a plantear un acercamiento con nuestros rivales ideológicos para ratificar ese distanciamiento o, más probablemente, darnos cuenta de que este distanciamiento es ficticio y que compartimos en mayor o menor medida las mismas preocupaciones e inquietudes. Preocupaciones que habrá que resolver en comunidad y no mediante la institucionalidad inerte de nuestra quimera electoral.
Polarización, una farsa
Federico Compeán
10.may.21