Texto

18.ago.2020

Pocos tendrán una mañana así

El encierro es ese lugar común que te distancia del “otro”, tanto en un sentido figurado como literal.

POR Ignacio Rodríguez G de C / Lectura de 16 min.

El encierro es ese lugar común que te distancia del “otro”, tanto en un sentido figurado como literal.

Lectura de 16 min.

Sigues en la cocina, tu nueva “plaza pública” que ahora permite los encuentros del día. Las dinámicas en la cuarentena gravitan hacia acá, en la mesa en la que te sientas a comer. Las conversaciones parecen quedarse en el aire; el número de pruebas, lo que dijeron aquí, lo que dijeron allá, el milagro en tal o cual lugar, la indignación política, la tragedia.

Los días son viscosos con la amenaza de la pandemia, casi nada se distingue del día anterior. Das por hecho que lo que sientes es nuevo, te aterra saber que ayer también lo sentiste y no logras hacer nada al respecto. El encierro es ese lugar común que te distancia del otro, tanto en un sentido figurado como literal.

Mientras tanto, sacas los ingredientes para el desayuno, pones agua en un pocillo, preparas la sartén con un poco de aceite, empiezas a calentar todo. Levantarte, desayunar, bañarte, trabajar (...) levantarte, desayunar, bañarte, trabajar. El hartazgo a esta hora se vuelve casi imperceptible frente al desgastante scroll en el que te empantanas con las noticias del teléfono. Los medios, las opiniones sumadas y un sinfín de contradicciones y enojos llegarán probablemente al mismo diagnóstico: los otros están mal. Detrás del teléfono y en confinamiento, los demás siempre son diferentes, arriesgados, imprudentes, irresponsables; quienes continúan con la lucha diaria de la vida, se preguntarán qué carajos haces con tu privilegio, encerrado o de vacaciones, irremediablemente irresponsable.

Te interrumpe el sonido del agua hirviendo, preparas un filtro y te quedas mirando el agua caer en el café. Las noticias siguen llegando, la mañanera está en vivo, los tuiteros más despiertos ya opinaron de todo lo que se dijo y lo que no se dijo (esto es lo peor, ¿cómo se te pueden escapar esos temas?), das click, te consume uno de los vídeos publicados, la indignación se transforma en confusión, ¿quién dijo qué? ¿Qué quisieron decir?

Pareciera que estás a mitad de un simulacro y olvidaste volver a la rutina, pero te percatas que, esencialmente, es lo mismo de antes sólo que en confinamiento. Estar contigo mismo todo el día, lo hace insoportable. Estás pensando en no volver a la rutina (o por lo menos, en no querer hacerlo). ¿Así como está la cosa? ¿Con tantas personas sin trabajo?

Vuelves a tus pasos marcados por el día de ayer, mueves el banco y pones los platos en la tarja para lavar. Te das cuenta que ya son diez para las nueve. Tu reunión empieza en diez minutos. Sin bañarte, prendes la computadora, te enjuagas la cara rápidamente y vas por una camisa que te pones con unos shorts y chanclas. Llegaste al trabajo sin retardos, no hubo inconvenientes de la cocina a tu estación de trabajo. Qué bueno que estamos en cuarentena, piensas sin darte cuenta todo lo que esa frase implica.

La pandemia te da esa ilusión de estar siempre conectado. La cercanía hace más fácil tu trabajo (por lo menos llegas puntual). Eres parte de la economía del tecleo, tus manos son tersas y el único desgaste es el mental. Tienes a tu disposición todo lo que necesitas para estar junto a colegas, amigos, familia, unos con otros, siempre detrás de la misma pantalla. ¿A quiénes no vemos —o no queremos ver— si tenemos acceso a “todos” con los que queremos estar? La verdad es que las conversaciones cambian, los encuentros son planeados y la tecnología es aún limitada para permitirte ver con claridad la vida real. Te estás limitando a un solo punto de vista, a una ceguera casi adquirida voluntariamente, en donde todo sucede dentro de un mismo espacio (la burbuja, le dicen).

Ya va siendo hora de comer, hoy experimentamos. Te diriges a la cocina y haces lo posible para no perderte en el scroll infinito del teléfono. Buscas la receta que tenías pensada hacer, prendes la bocina (de fondo se escucha “Starry Night” de Peggy Gou). Sacas las especias, el pollo que dejaste descongelando la noche anterior, arroz, una ensalada para acompañar y chicozapote para el postre (te has aficionado a comer fruta al final, evitas el azúcar de caña y estimulantes que ya sabes que no te van a dejar dormir bien). Estás feliz porque antes no te daba tiempo de hacer esto, aunque en verdad sabes que es porque la cocina es un refugio: el único sitio en donde las cosas cambian en pocos instantes.

Terminas de cocinar y llegas a este espacio informe que es la mesa que compartes para comer: te vuelves a encontrar con las conversaciones que comenzaste en la mañana. Algunos temas se matizan más que otros, pero ahí siguen. Es como si una nube de pensamientos se sostuviera en el espacio, cómplice de tus silencios. Los temas gravitan desde la cocina, se estancan, renacen o se olvidan, pero nunca te dejan, te oprimen. Esta vez tienes la “fortuna” de que no faltó nada de las compras, así que mientras comes no tendrás que hacer oootro pedido que te esclavice al teléfono y que eche a andar las ruedas de la gig economy.

¿Qué significa vivir así? El encierro es ese lugar común que te distancia del otro, vuelves a pensar y agregas a tu reflexión que, inclusive cuando el día a día está repleto de apariciones virtuales que parecen acercarte al mundo exterior, sigues ausente. El espacio es más amplio de lo que pensaba. Tu vida se ha reducido a clicks. Confundes la inmediatez con la realidad y lo que vives, lo que sientes, se multiplica por la inmovilidad que te “regala” el encierro: y se acumulan los hashtags #blacklivesmatter, #justiciaparagiovanni, #muertesporcovid, #aplanandolacurva, #quédateencasa, #justiceforyemen, #crisisinlebanon … la crisis la vives desde la lejanía y ya no sabes si las cosas van a cambiar o si #todovaaestarbien. ¿Qué tan efectivo es “empatizar” desde la distancia? Pocas cosas tienen la misma resonancia, la misma potencia que estar físicamente junto a quien vive, sufre, protesta. ¿Qué caso tiene si mi inconformidad la ejerzo desde lo privado?

Terminas tu última reunión del día y estás listo para hacer ejercicio, es hora de despejarse. Te levantas orgulloso (o avergonzado) de la silla en la que llevas por lo menos unas dos horas sin siquiera levantarte. Te cambias a tu ropa de ejercicio y a punto de hacer de la habitación un gimnasio, te interrumpe un mensaje de alguien que propone una reunión con un par de personas más. Es que ahora es tan extraño, te dices mientras por tu cabeza pasa pregunta tras pregunta: ¿qué tanto sales? ¿Sólo al súper? ¿A ver otras personas? ¿Con tapabocas? ¿Todas tus compras las lavas con jabón?

El espacio privado erosiona. Te olvidas del otro, pierdes la cercanía, dejas de ver quién eres, dejas de verte reflejado en tus mejores aciertos y tus peores errores. Si bien nada de lo que es humano es ajeno a mí, ahora todo es ajeno a mí, todo es una posible amenaza. Te preocupas porque te vas a contagiar de algo grave, gravísimo: la incapacidad de escuchar y ver otros puntos de vista. De distinguir si dicen la verdad, de saber qué es real.

¿Realmente importa si aquí no nos damos cuenta de qué sucede afuera? La noche llega inevitablemente. Más que un logro, sientes una derrota. Todo lo que viste, todo lo que sentiste te alejó aún más de la expectativa de un día normal. Cuando antes disfrutabas esa incertidumbre de acostarte y morir un poco, hoy es una carga casi imposible de soportar.

Por lo menos ya no es necesario despertarte con la alarma. Antes de cualquier sonido, la cortina deja pasar un poco de luz por tu ventana, llegaste a este punto sin ningún inconveniente. Sacas un vaso de la repisa, lo pones sobre la barra de la cocina, tomas la jarra, viertes agua, te lo llevas a la boca y lo terminas de un solo trago. Pocos tendrán una mañana así, te dices mientras el pensamiento se instala en el aire.

Pocos tendrán una mañana así

Escrito Por

Ignacio Rodríguez G de C

Fecha

18.ago.20

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