El “odio contra la bici” existía como sospecha en Nuevo León, pero ahora me siento asaltada por el miedo a coincidir en algún cruce, en algún carril, con una de las tantas personas que justifican la muerte de ciclistas sin el menor escrúpulo.
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Hoy cumple años Adrián Pimentel —19 de julio, veo la fecha en la barra inferior de mi pantalla. A diferencia de absolutamente todos los avisos pop-up, éste, el de los cumpleaños, me gusta. Me alegra un poco. Esta noche tuve una pesadilla. Me encontraba en mi bicicleta en la esquina de Morones Prieto y Santa Bárbara. Me daba miedo montarme y pedalear. Los autos pasaban muy rápido, pero además de ello, las discusiones que he tenido en los últimos días con personas “antiderechos” colocaron en mi cabeza un nuevo miedo insoportable: hay, por ahí, personas que me odiarán sólo por el hecho de tomar un poco del carril. Ese “odio contra la bici” existía como sospecha; pero a partir de la discusión detonada esta semana por las muertes —¿asesinatos?— de ciclistas en Nuevo León, me siento asaltada por el miedo a coincidir en algún cruce, en algún carril, con una de estas personas que justificarán mi muerte sin el menor escrúpulo: fue tu culpa.
Me acuerdo cuando a Elena la embistió una dermatóloga, al sur de Monterrey, mientras daba un paseo en bicicleta. Gracias a que la conductora apenas estaba saliendo de su colonia, Elena sigue viva. Al bajarse de su camioneta, ¿qué fue lo primero que dijo la conductora? ¡Te me atravesaste! ¡Ella se me echó encima!, acusó frente a los testigos. Elena, tirada en el piso, dijo que no era cierto, y pidió que le llamaran a sus papás. Cuando llegaron José y Pepita, la doctora no dejó hablar a Elena, quien se encontraba absolutamente traumatizada por lo ocurrido. (lean la historia completa, no tiene desperdicio).
Elena estuvo tres meses en muletas y tiene que hacer terapia todos los días para volver a caminar, ya no digamos saltar y correr. Un día después de este evento, la familia consiguió el video del atropello. Cuando vieron cómo sucedió rompieron en llanto. Elena venía perfectamente bien, fue la conductora quien la había embestido sin advertir su presencia. No volteó a ver si venían vehículos o personas a los lados o, si lo hizo, debió querer matar a Elena. La familia entera lloró por ver la muerte tan cerca, pero también por reconocerse burlados, por no haber creído a Elena, la ciclista, sino otorgar a la automovilista el derecho a la voz, esa cierta autoridad que confiere la gasolina frente al pedal. Se me atravesó. Te me echaste encima.
En esta era de posverdades, no dudo que la tal dermatóloga esté convencida de que sufrió una injusticia. Incluso me la imagino alegándose víctima. Esto explicaría por qué se ha rehusado a responsabilizarse de los gastos del tratamiento de Elena, que han sido onerosos. Cualquier acto obsceno puede justificarse con un relato; y el relato aquí es que la ciclista estaba fuera de lugar. Pensamos, ¿cómo puede alguien convencerse de tal mentira? Es fácil en sociedades como la nuestra, en donde se premia a quien se sale con la suya. Pero esto es apenas el primer escalón. Los conductores que han arrollado a personas o ciclistas —y que huyen o culpan a las víctimas— se creen sus mentiras porque la ciudad les da la razón. La bici siempre irá mal. Siempre, porque están invadiendo la calle de los autos o porque no hay ciclocarriles.
Como en otras problemáticas urbanas, lo inexistente pasa por irrelevante y lo sobrerrepresentado por importante. Así lo canta la infraestructura vial que, además de no tener más que 2 kilómetros en toda la zona metropolitana de ciclovías, facilita (con su amplitud, rotondas y pasos a desnivel) la velocidad de los autos. En Nuevo León se invierte más del 90 por ciento del presupuesto de movilidad en facilitar el paso de los autos, exclusivamente. Los pasos a desnivel son los monumentos de esa relación impune entre el presupuesto y el auto. Todo esto jugó un papel protagónico en la actitud prepotente y miserable de la doctora.
El caso me recuerda bastante a la actitud de Femsa cuando se adueñó de La Pastora para hacer su estadio. Ellos lo llamaron “rescate”, ese fue uno de los relatos que facilitaron el atropello. Era más que obvio el despojo ambiental, sin embargo, pocos lo vimos. ¿Por qué? Porque la ciudad educa para ver y no ver. Se vio un render con un estadio de acero —me da risa cómo no vieron que se convertiría en horno—, pero no vieron el bosque (le llamaron basurero). Y es que la posverdad es un acto de fe, no de lógica. De hecho, la posverdad no crece en el pensamiento crítico. Sin embargo, se cultiva bien en sociedades autoritarias, en donde molestan las alternativas, la libertad y la diversidad. Todo esto jugó su papel en el caso de Elena, y también en cómo se han justificado las muertes de Kari, de Nicolás, Cristina y Mario Salvador, ciclistas que murieron tan sólo en esta última semana, y a quienes se les señala de “imprudentes” y de responsables de su propia muerte.
El día de ayer por la noche tuve una discusión por WhatsApp con un colega. Me envió el video que registró el hecho vial en donde Cristina fue embestida. Me molestó que no me advirtiera el contenido del video, pero en fin, acto seguido, me reenvió comentarios del tipo: “con todo el equipo, menos luz trasera”. En el video es clarísimo cómo la camioneta va a exceso de velocidad y cómo al tomar la curva pierde el control y ahí impacta a Cristina, y luego huye. Sin embargo, lo que ven las personas educadas por esta ciudad es una ciclista que iba sobre el carril de baja velocidad, pero “muy pegada al carril central” y “sin luz trasera”.
¿Sin luz trasera? El hecho de que en el video no parezca que la traiga encendida, no quiere decir que, de hecho, no la tuviera encendida. El mismo alcalde Miguel Treviño declaró que traía su luz roja encendida. El problema de “liberar” estos videos, además de que frivolizan la violencia brutal y despersonalizan a la víctima y al dolor de su familia y amistades, es que creemos que ese video es la prueba que necesitamos para emitir un juicio. La evidencia por excelencia: el cómo pasó. Pero esto es una ilusión. El video da una muestra muy parcial de lo ocurrido. No explica lo ocurrido, al contrario, lo reduce tanto, que comenzamos a conjeturar como autoridades periciales.
Mi amigo quería discutir conmigo mi columna del viernes pasado, cuyo argumento fue que solemos explicar los hechos viales en donde mueren ciclistas como imprudencias fatales de parte de ellas y ellos, sin ver a la ciudad caníbal. ¿Te meterías a La Risca a las 3 de la mañana sola? ¡Vaya! Esta es la actitud “antiderechos” que circula a toda velocidad. Pareciera que el hecho de que no hay condiciones para ejercer nuestros derechos es suficiente razón para renunciar “prudentemente” a ellos. Esto es fascismo intestinal. Qué fácil decirle a los demás que se aguanten las ganas de ejercer su derecho a la movilidad cuando lo decimos desde nuestros autos. Esto me recuerda la discusión sobre la violación sexual y el acoso.
El #MeToo destapó algo necesario. La misoginia tenía que salir. Estaba en el ambiente, por supuesto, en las violencias desatadas, pero la discusión obligó a que muchos hombres y mujeres iniciáramos una discusión muy fuerte, llena de odio, sobre la responsabilidad que tienen las víctimas de violencia sexual. Dónde estaba, cómo vestía, ¿estaba borracha? Y por el otro lado un grito muy claro: ¡No es no! Fueron muy desgastantes esas discusiones, incluso dolorosas, agraviantes, porque exponían por fin los relatos de odio que justifican la violencia; un odio que se manifestaba en no vernos, en no respetarnos, en no reconocernos iguales. “El violador eres tú” de Las Tesis, terminó la pelea por knock-out. ¿Cómo lo sé? Porque con el poder de este performance se derribó un antiguo marco de legibilidades que justificaba la violencia sobre los cuerpos de las mujeres responsabilizándonos a nosotras de provocarlo. El discurso social tuvo una ruptura fértil —diría Marc Angenot— de esas que suceden un día, aún cuando generaciones de personas murieron esperando ese momento. Esa ruptura es verificable en todas las edades, pero principalmente en muchas jóvenes que ahora prefieren, según observo, prescindir de la relación con los hombres, que sacrificar sus derechos. Nada de aguantar violencias a cambio de tener pareja. Esta posición irá creciendo.
Ahora, ¿qué tendría que ocurrir en la Ciudad para que respetemos la prioridad de peatones y ciclistas? Ya está en la Ley, ya “sólo” es cuestión de volverla realidad urbana. Son varias pistas las que tenemos que atender: discusión, mucha discusión; hacernos hablar, escucharnos. No hay mejor forma de construir nuestra opinión que haciéndonos cargo de ella en discusiones. Discutir es muy importante para una sociedad tan autoritaria como la nuestra, que prefiere hundirse antes de arriesgarse a perder. Dos, presionar a las autoridades que tienen la obligación de hacer cumplir la Ley. Particularmente, es momento de presionar a los municipios a que esclarezcan estos hechos viales, que deslinden todas las responsabilidades. Queremos a los jueces estudiando la Ley de Movilidad. Queremos peritajes serios que concluyan en justicia y en cultura. Pero, además, échale la llamada a tu alcalde, ¿no te contesta? Déjale el recado. Escríbele en sus redes sociales.
En este momento se está discutiendo el presupuesto del 2021. Es ridículo que los municipios que más apuestan a la bici le otorguen un 2 por ciento de su presupuesto en vialidades, siendo que es la forma más segura de transportarse en la pandemia. Cientos de ciudades en el mundo están abriendo carriles emergentes para bicis. Sin irnos más lejos, en la Ciudad de México se habilitaron 50 kilómetros, y para finales de año, planean sumarle 70 más de carácter emergente ante la contingencia sanitaria. De esta forma la red de ciclovías de CDMX llegará a 300km. Los reportes indicaron que, en el primer mes, el tráfico ciclista subió 132 por ciento. Y tercero, salga en su bici (ver Mujeres en Bicicleta: Resistencia contra la Ciudad Caníbal de Realidad Expuesta). Este cambio no se dará si abandonamos el derecho que por Ley nos corresponde. Extrememos precauciones, definitivo, pero no renunciemos a nuestros derechos. Por eso tenemos el aire que tenemos, la ciudad que nos mata si llueve, que nos mata si salimos a dar un paseo con los hijos (frente a ellos), que nos mata de regreso del trabajo.
En lo profundo, como siempre, está una posición filosófica sobre el valor que le damos a la vida en nuestra metrópoli. No sé en qué momento a la Ciudad le comenzó a implicar tan poco la manera tan brutal en que morimos. No puedo dejar de pensar en qué pensaron, qué sintieron, cómo se despidieron de este plano las diez personas que fueron víctimas de una violencia vial descomunal tan sólo en esta semana. Comienzo a pasar del “no quiero vivir aquí” al “no quiero morir aquí”.
No quiero morir aquí
Ximena Peredo
19.jul.20