Texto

19.jun.2021

Monsiváis, nuestra memoria

A 11 años de su muerte, más que recordarlo hay que releerlo porque con sus observaciones, crónicas y ensayos resulta más probable que él nos siga abriendo los ojos a lo oculto y lo desconocido sobre nosotros mismos.

POR Ángel Plascencia / Lectura de 12 min.

A 11 años de su muerte, más que recordarlo hay que releerlo porque con sus observaciones, crónicas y ensayos resulta más probable que él nos siga abriendo los ojos a lo oculto y lo desconocido sobre nosotros mismos.

Lectura de 12 min.

Carlos Monsiváis no es sólo un recuerdo, es muchos... es tantos, que es una memoria; una memoria de muchos acumulada en sus pilas de libros y antologías con olor a gato en su casa en la Portales; una memoria de todos, una memoria colectiva. ¿En dónde no estuvo Monsiváis? ¿De qué no se enteró? ¿Había algún escritor perdido en los páramos del Bajío mexicano del que Monsivais no supiera? ¿Alguna obra de la contracultura chilanga que desconociera?

Todos tenemos un recuerdo de Monsiváis, alguna crónica de un arrabal en la Ciudad de México, alguna antología sexosa, impúdica, sin censura, un ensayo sobre los hilos invisibles que se tejen en la memoria colectiva de México y América Latina. Yo tengo el mío, es de 2005, cuando me reveló otro de mi familia que yo no conocía: en una de mis visitas como universitario a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), me tocó cazarlo a las afueras de una de sus charlas, salió a paso rápido, huyendo de personas como yo. “Ya déjenme irme”, nos dijo con una sonrisa que nos invitaba a quedarnos.

¿Cómo te llamas?
Ángel.
¿Ángel qué?
Plascencia.
— ¿Plascencia con ese ce?
Sí.
¿Tu familia es de los Altos?
Sí.

Le respondí confundido. Después de despedirnos leí lo que me había puesto en la primera página de mi ejemplar de Aires de familia (2000): «Para Ángel Plascencia, de la familia del poeta, el saludo amistoso de Carlos Monsiváis, 2005».

¿La familia del poeta? ¿Cuál poeta? ¿Cómo podía Monsiváis saber que yo era de la familia de un poeta con sólo preguntar cómo se escribía mi apellido y saber que la familia de mi padre es de los Altos de Jalisco? Por supuesto busqué respuestas y llegué a un nombre: Alfredo R. Plascencia Jaúregui. Los mismos apellidos de mi padre, la misma “ese ce” que mi profesor español del máster tachó de “error” por cómo la pronunciaba, sin hacer sonora la ese, fusionándola con la ce.

El poeta del dolor

Tampoco es que Plascencia Jaúregui fuera un desconocido, más bien yo era ignorante: el poeta está en la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres y hasta tiene una calle con su nombre en Guadalajara, pero no supe de él hasta esa tarde que Monsivais me lo reveló, con su memoria infinita, como un ancestro de mi familia. Bastaron dos, tres datos de mí para que esa memoria viva juntara los puntos y me contara una historia de mi familia que yo no conocía.

A Monsiváis lo había leído porque, si eres periodista en México, lo más probable es que alguien en la universidad o en el trabajo te lo haya presentado con alguno de sus ensayos (como Escenas de pudor y liviandad, 1980) o con una de sus antologías de crónicas periodísticas (como A ustedes les consta, 1980). O con sus propias crónicas de los rincones sudorosos de la Ciudad de México, como El Salón de los Ángeles o de un concierto fallido de The Byrds.

Quedé intrigado desde el primer momento. Busqué algún libro del poeta con el que comparto apellido (mi investigación familiar no ha llegado a revelar el verdadero parentesco, próximamente), después de deambular por un tiempo en las librerías del centro de Guadalajara encontré una antología poética que hizo el padre José R. Ramírez, publicada en 2004: Alfredo R. Placencia, El poeta del dolor. Aún no logro descifrar lo de las tres variantes del apellido: Plascencia, Placencia y Plasencia.

Le llamaban el poeta del dolor, por esto:

Ciego Dios

Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas: eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego,
si los ciegos no dan con el camino…?

Convén mejor en que ni ciego era,
ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego…!
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
ciégueme a mí también, quiero estar ciego.

Sus versos cuasisacrílegos me intrigaron tomando en cuenta que era un sacerdote, un cura, claro, como Miguel Hidalgo, con una doble vida, con hijos y amante.

Del poema citado arriba, Gabriel Zaid dijo que era «digno de figurar en una antología universal de poemas a la crucifixión, cuya primera estrofa rompe la tradición milenaria del género». Creció en la región en la que creció mi padre, sus hermanos y sus abuelos. Vivió en varios pueblos, uno de ellos Temaca, a unos 20 kilómetros de Mexticacán, el pueblo de mi familia paterna del que recuerdo las aguas termales de cuando era niño.

Todos esos recuerdos despertó Monsiváis con una firma.

Documentar lo prohibido

Monsiváis no puede ser recordado como una simple memoria. El recordador de México sólo puede ser recordado como varias, como una red de conexiones que va y viene del Museo del Estanquillo a un oscuro rincón de El Nueve. Su agudeza documentó la cultura mexicana y recopiló las historias del México subterráneo y punzante que existía a pesar del PRI y las “buenas costumbres”. Esa estela de memorias lo hace eterno, indespegable de la Ciudad de México y la (contra)cultura mexicana, impregnado en las letras alternativas del suplemento periodístico Letra S en cuya fundación apoyó a Alejandro Brito y Arturo Díaz Betancourt.

Monsiváis dejó un proyecto pendiente antes de irse: la exposición Abran esa puerta, sensualidad, sexualidad y erotismo (que tomó su nombre del libro de Marta Lamas con textos de Monsi: Que se abra esa puerta: crónicas y ensayos sobre diversidad sexual, 2010), que estuvo desde agosto de 2016 hasta marzo de 2017 en el Museo del Estanquillo, el lugar en donde reside la colección de la Familia Burrón, los ejemplares de la revista de nota roja Alarma! sobre las detenciones de grupos de gays en la Ciudad de México y otras cosas que juntaba Monsiváis en su obsesión antológica.

Hace unos años entrevisté a Alejandro Brito, director de Letra S y en ese entonces ayudante del curador de la exposición que Monsiváis dejó pendiente. “En la población se ha dado lo que Carlos (Monsiváis) llamó un proceso de secularización de la sociedad. La sociedad, sin dejar de creer en Dios, sin dejar de ser católica, se ha deslindado de la jerarquía que quiere imponer de manera dogmática las normas de moral sexual”, me dijo sobre uno de los temas más explorados y de los que mostraba mayor interés el escritor y periodista: la doble moral mexicana.

El propio Monsiváis fue un paso más allá, como se puede leer en el texto que dio nombre a esta exposición: «La humillación de la carne no es metáfora: es el pago al aliado y al socio, pero también el cabal recordatorio del deber primordial: la apariencia ascética que de fe de la seriedad con que se construye el Nuevo Mundo».

En esos sitios paganos en los que el deseo se impone a la culpa estaba Monsiváis, reporteando, tomando nota para una crónica deslumbrante y reveladora de algo banal. ¿De qué más habría escrito Monsiváis si siguiera vivo?

Cuando llegué a la Ciudad de México el primer departamento en el que viví estaba en la colonia Portales, “el barrio de Monsi”, siempre le decía a los que no lo ubicaban. Así, cada que pensaba en mi casa, ahí estaba Monsiváis, también en las caóticas calles de la Ciudad de México y una que otra exposición de sus museos del Centro Histórico. Monsiváis, aún muerto, sigue produciendo memorias. ¿Es posible que sea olvidado? Si das la vuelta en una esquina por el centro, fíjate bien en el rincón más oscuro, en el callejón del fondo, donde están las prostitutas, los travestis, los reyes del after, a lo mejor te lo encuentras y te cuenta algo de ti que no conoces.

Monsiváis, nuestra memoria

Escrito Por

Ángel Plascencia

Fecha

19.jun.21

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