Texto

14.jul.2020

Los animales que no nos importan

Este texto no pretende convertirte en una persona vegana o vegetariana. Lo que sí busca es que aquellos seres que hoy son restos en tu refrigerador —o que portas en forma de chamarras y zapatos— te importen, aunque sólo sea un poco.

POR Martha Mondragón / Lectura de 16 min.

Este texto no pretende convertirte en una persona vegana o vegetariana. Lo que sí busca es que aquellos seres que hoy son restos en tu refrigerador —o que portas en forma de chamarras y zapatos— te importen, aunque sólo sea un poco.

Lectura de 16 min.

Una docena de vacas se arremolinan nerviosas en un corral. Se mantienen muy juntas y en un esfuerzo por sentirse protegidas se desplazan al centro del conjunto, tropezando entre ellas, bramando y resbalando sobre el piso mojado.

“Se están haciendo del miedo, ¿no?”, dice una estudiante de veterinaria que está filmando con su teléfono. “Sí”, responde otra. Un hombre abre una reja para que algunas vacas pasen al siguiente espacio. Salen en estampida más de las que se necesitan y con ayuda de un punzón, gritos y chiflidos, redirige al primer corral a las que todavía no les toca morir.

En un corredor estrecho, delimitado por cercas metálicas, avanzan a regañadientes. No pueden darse la vuelta, pero igual lo intentan. Al frente, una de color negro y manchón blanco en la frente da tres pasos atrás. Cuando otro alumno se acerca para grabarla con su teléfono, retrocede aún más hasta toparse con otra. Le temen a los humanos, entienden de qué va esto y se alejan de la valla. No lo hacen por compasión, sino porque no quieren entorpecer el proceso. Por el orificio de unos tubos colocados en el pasillo, comienza a caer agua.

El espacio se reduce cada vez más. Con la mirada inyectada de sangre, la vaca negra del manchón blanco llega al final de su vida. Desaparece por una compuerta metálica. Su muerte no está en video. La estudiante que filmaba no pudo registrar el momento en el que un perno le penetró el cráneo mientras el encargado del lugar le cortaba la yugular, pero sí pudo grabar mientras colgaba, convulsionando, ceñida de la pata a una cadena electrificada.

Los estudiantes bromean sobre lo mucho que se les antoja una carne asada y deciden que, de hecho, sí sería buena idea celebrar ese día de aprendizaje de esa manera. Adhara —quien filmó el proceso de la empacadora con certificado Tipo Inspección Federal (TIF), con las más estrictas normativas de calidad y bienestar animal— declinó la invitación de sus compañeros.

Poco tiempo después, Adhara dejó la carrera. Le dijeron que esta es la muerte más humana que podrá tener una vaca en México.

No pensamos en nuestros platos y armarios cuando se habla de maltrato animal. Pensamos, eso sí, en las especies que hemos orillado a la extinción. “De eso debería hablar, no de los puercos, que para eso son”, me gritó un asistente de la primera marcha nacional por los derechos animales en México. Yo alzaba sobre mi cabeza un cartel que decía “amas a unos y te comes a otros”, acompañado de la imagen de una niña abrazando a un gato y junto a ella la cabeza cercenada, llena de cortes y moretones, de un cerdo. Él me llamó fanática. Yo gritaba para opacar su voz, ¡Hay que defenderlos a todos!.

En retrospectiva, ninguno fue el mejor portavoz de su mensaje.

El hombre tenía todas las razones para estar preocupado. El informe Planeta Vivode las organizaciones World Wildlife Fund y Zoological Society of London, que hace evaluaciones cada 24 meses, ha revelado una caída del 60 por ciento de especies salvajes desde 1970 hasta hoy. También señala nuestra alimentación actual, «la sobreexplotación y agricultura en constante expansión», como detonadores de este aterrador fenómeno.

No pensamos en nuestros platos y armarios cuando se habla de maltrato animal porque queremos creer que es un mal necesario. Porque así nos educaron. Porque dan empleos. Porque son muy sabrosos. Porque para eso son.

Este texto no pretende convertirte en una persona vegana o vegetariana, esa decisión siempre será tuya. Sin embargo, sí pretende recordarte que existen otras formas de abordar el consumo; que las etiquetas son herramientas para formar y señalar grupos humanos y, en sus formas más perversas, para separarnos de tajo. Lo que sí busca este ensayo es que aquellos seres que hoy son restos en tu refrigerador —o que portas en forma de chamarras y zapatos— te importen, aunque sólo sea un poco. En esencia, que seguimos olvidando que nosotros también somos animales.

Números. Al verlos sobre papel se ven pequeñitos, sin importar cuántos ceros haya en el grupo. Sus representaciones reales son las que resultan apabullantes. Actualmente existen 7.8 mil millones de personas en todo el mundo, repartidas en países, casas habitación y hasta hace no mucho podía vérselas pululando en museos, en calles, en oficinas y en el transporte público. A la fecha, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) reporta que 72 mil millones de animales terrestres mueren cada año con el propósito de convertirse en nuestro alimento. Eso es nueve veces la población mundial humana. Y habría que sumar un billón (un millón de millones) de animales acuáticos.

Pero la inmensa mayoría de estos animales no están repartidos en extensiones de pasturas verdes, ni siquiera en el mar. Las granjas porcícolas, avícolas, las piscifactorías y los establos distan mucho de ser los escenarios bucólicos del imaginario colectivo y publicitario. La crianza intensiva, el sistema de producción predominante, se enfoca en maximizar la reproducción y reducir costos y espacio. Hasta los alimentos que a simple vista parecen inocuos, como la leche y el huevo, conllevan una serie de acciones que nos horrorizarían si humanos o animales que nos importan fueran sus protagonistas.

La vaca negra del manchón blanco. / Captura del video filmado por Adhara.

Tenían razón los maestros de Adhara: las vacas que filmó pudieron tener una muerte más dolorosa. En noviembre de 2016, las organizaciones Igualdad Animal y Mercy For Animals presentaron una investigación que exponía la violación de normas oficiales en rastros municipales de 11 estados, también conocidos como Tipo Inspección Secretaría de Salud (TSS).

Una vaca de ojos muy redondos con una mancha en forma de triángulo invertido en el rostro, yace en suelo. Está consciente. Un trabajador encaja un cuchillo en su cuello y ella reacciona por reflejo. Él le patea la cabeza. En la siguiente secuencia, un hombre con mandil blanco acorrala a un cerdo que trata de fundirse con la pared de azulejos blancos. Lo apuñala y retuerce el arma blanca en sus entrañas. El sonido es inconfundible, por sus gargantas desgañitadas sale sangre y dolor a borbotones.

Los rastros TSS no cumplen las mismas expectativas sanitarias que los TIF —los únicos elegibles para exportar— y el gobierno federal tiene registrados 468 establecimientos TIF y 861 TSS. Hay intestinos, herramientas y cadáveres en los pisos. El procedimiento es caótico. Unos están gravemente heridos y se retuercen entre los cadáveres de sus compañeros. Un cerdo colgado de las patas recibe choques eléctricos en los ojos. En algunas instalaciones aturden con hachas y mazos, no siempre atinan a la cabeza, los animales tratan de huir con las patas fracturadas. Pero ninguno va a escapar.

Según el compendio estadístico del Consejo Mexicano de la Carne, durante 2019 murieron 2 mil 836 millones de animales en rastros mexicanos, entre vacas, pollos, pavos, cabras, cerdos y ovejas. De esa cifra, 67 por ciento fueron pollos. En proporción, eso implica 15 pollos muertos por cada persona que vive en México.

La práctica estandarizada en el “Manual de Buenas Prácticas de Producción de Huevo para Plato” (PDF) recomienda meter a tres aves en jaulas de 30 por 35 cm. Esto le deja, a cada una, menos espacio que el de una hoja tamaño carta. No pueden extender sus alas. No pueden rascar el piso o darse baños de polvo. Sus patas se atoran en el alambre, que es la superficie sobre la que pasarán en el resto de sus vidas productivas: dos años. En condiciones naturales, las gallinas pueden vivir hasta diez y no pondrían de 200 a 300 huevos anuales.

Se ha escrito y documentado la vida de los animales antes y durante su muerte. Además de las organizaciones que mencioné anteriormente, otros fotógrafos independientes han hecho una extraordinaria y difícil labor periodística, como Jo-Anne McArthur, Andrew Skowron, Aitor Garmendia, entre otros (Garmendia publicó el documental Matadero: lo que la industria cárnica esconde, una mirada a 58 rastros mexicanos).

No podría, aunque quisiera, encapsular el proceso de nacimiento, vida y muerte de todos los animales que comemos en unos cuantos párrafos. Este texto se sigue extendiendo y se antoja hasta chantajista, como si quisiera que te sintieras culpable. El sentimiento de culpa es el mal percibido que le hemos hecho a otros y ha orillado a perpetradores de crímenes a entregarse a la justicia aunque ésta no los estuviera buscando.

Admito que podría ser una percepción basada en el corto alcance de mi propia experiencia, pero me atrevería a decir que a muchos veganos nos impulsó la culpa. La mayoría hemos sido partícipes de la violencia anteriormente narrada, quizá por eso usamos los años que hemos practicado el veganismo como una medalla. “Yo llevo dos años”, “yo, diez”, “empecé hace 20, cuando ni siquiera sabía que existía la palabra”. A mayor número de años, más abiertos los ojos, ¿no?

Lo que debería ser una postura ética e individual, pero cuya colectividad sea una fuerza de cambio imparable, se tornó en la comunidad vegana, dotada de su propio manejo del lenguaje, academia y códigos sociales. Una entidad donde la pertenencia y no pertenencia son notorias. Fue ineludible que al veganismo se le relacionara con la alimentación, aunque su finalidad sea liberar a todas las especies usadas por la nuestra.

En el afán de aclarar su objetivo, la comunidad vegana se fracturó en facciones, cada una considerándose la representación más acertada del movimiento (algunas han sido muy severas a la hora de definir y evaluar a una persona vegana). “A mí me da la impresión de que son una secta”, me dice la conductora de un programa de estilo de vida que me entrevistó al respecto. Asintiendo exageradamente con la cabeza, con la visión nublada por las luces del estudio —y sin poder decir ¡corte!— le respondo, “entiendo por qué piensas eso”. Lamentablemente también salió al aire un “tienes razón” que se me escapó. Confieso que nunca compartí ese video en mis redes sociales. Son las consecuencias de intentar dejar un pie en la puerta. No quiero repetir jamás el episodio de la marcha, muy a pesar de mi autenticidad.

Vivir sin animales es posible y, más aún, urgente. La crisis climática y la actual pandemia son indicadores a los que no podemos seguir haciendo oídos sordos. Seguimos encerrados en nuestras casas porque un virus mutó en el organismo de un pangolín destinado a convertirse en alimento para humanos. Criar y hacinar animales tiene sus consecuencias. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático continúa publicando reportes, uno más ominoso que el anterior. Entre sus recomendaciones siempre aparece la reducción del consumo de carne y lácteos, si no las atendemos, advierten, en menos de ocho décadas la civilización podría enfrentar un escenario desastroso.

Pero nos aferramos a pensar que necesitamos comer animales. Nos estamos calentando en una olla a fuego lento y a mí todavía me cuesta creer que nos preocupe más preservar un sistema económico que se vio frágil ante una emergencia sanitaria, que además está consumiendo los recursos naturales del planeta a pasos agigantados.

Una vida sin animales no es una promesa de una vida más plena. Una dieta sin animales no significa una sin malos hábitos alimenticios. Me lo dicen los números de la báscula todas las mañanas. Tampoco debería ser una fuente de autoridad moral porque no estás eliminando el sufrimiento de los animales al sacarlos de tu plato, pero quizás estás haciendo algo más importante: sumarte como individuo a la construcción de un futuro distinto al tratar de ejercer el poder político inherente a tus decisiones de consumo. Tal vez no sea suficiente para transformar todo el sistema económico que rodea al uso de animales, pero no hay peor lucha que la que no se hace.

No necesitas identificarte con un grupo de personas para ayudarlos y para también ser parte de la fuerza imparable que cambiará al mundo. Seguirías siendo tú.

Otra cosa que sí puedes hacer es conocer a los animales que consumes en un estado de libertad. Si bien las imágenes de horror son las que me impulsaron a dejar de considerarlos alimento, verlos felices —con todas las implicaciones filosóficas de la palabra— sigue siendo el motor que me mueve para comunicar a otros, hasta donde me permiten mis propias limitaciones, que dentro de cada cabeza cubierta de pelaje o plumas hay un ser único, con diferencias marcadas incluso entre sus semejantes.

Adhara, junto con otras seis personas, establecieron el Santuario Libres Al Fin en Monterrey, Nuevo León. Levanta pacas de 40 kilos con facilidad y las apila en una torre. Torpemente trato de imitarla, pero termina por ayudarme. “A mí también me costaba trabajo. Ahorita porque ya me acostumbré”, me dice y su voz se carga de paciencia. La cerdita Petunia, la más joven de todo el santuario, corre y brinca por todo el terreno, es un tornado miniatura color miel. Tiene el espíritu de cualquier niña: inquieto, curioso y desobediente.

Wicca, otra cerdita de color rosa con manchones negros, es más tranquila. Saltó hace mucho tiempo del camión que la llevaba al matadero. “Nos dijeron que era un cerdito bebé y cuando llegamos nos encontramos con tremendo cerdón”, me dice Gustavo, otro cofundador del santuario. Le soba la barriga mientras ella estira sus patas para ayudarlo a encontrar el punto perfecto. La genética de su estirpe la hizo crecer hasta pesar lo mismo que un auto compacto. Aspiro profundamente y no percibo el olor desagradable que solía asociar a los cerdos. Wicca huele a hierbas, a paja y a tierra. Son animales limpios, hacen sus necesidades lejos del lugar donde duermen y comen.

Adhara y yo llevamos alfalfa al corral de cabras y borregos. Actúan tan entusiasmados como el perro y la gata que viven conmigo cuando les voy a dar una botana. En una esquina, las cabras Malcolm y Hellboy se turnan, parándose una sobre la otra, para alcanzar las hojas de su árbol favorito. Escaparon junto con cuatro chivos más, del transporte que iba rumbo al mercado campesino.

Me ofrecí a limpiar el corral de Paco, una cabra que en estos momentos está aislada debido a una enfermedad. Pocos zootecnistas saben tratar las enfermedades de los llamados animales de granja que son adultos, después de todo, no se supone que ninguno llegue a esa edad. El santuario ha sido un largo camino de aprendizaje para sus fundadores y para los veterinarios que en un principio estaban perplejos, ¿por qué gastar dinero en un animal enfermo?

Paco no me tienen miedo y yo tampoco a él, a pesar de que sus cuernos y tamaño son bastante imponentes. Aprendió que aquí nadie va a lastimarlo, que el trato humano puede ir más allá de la optimización de la muerte y que pueden convivir en paz. Burros, perros y borregos se han acostumbrado a vivir juntos. Una vez que sus necesidades de alimento y refugio se vieron cubiertas, se permitieron socializar y formar grupos interespecie. Después de explorar cada rincón del terreno que ahora es su hogar, cuando el sol se está ocultando, se entregan a la contemplación. Se echan unos junto a otros, huelen sus cuellos, tocan sus narices, se miran o no se miran. Se están comunicando.

Adhara le da terapia física a un gallo de plumaje entramado y cresta roja. Él le permite estirar y contraer su pata a pesar de sentir dolor por la artritis. Ruidos de insectos y hojas mecidas por el viento acompañan la tranquilidad de los últimos minutos de luz. Todavía alcanzo a leer un cartel pintado en madera con la frase: “Por un solo día de libertad, vale la pena luchar toda una vida”.

Los animales que no nos importan

Escrito Por

Martha Mondragón

Fecha

14.jul.20

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