El personaje de J.M. Coetzee no existe, pero su soledad duele. En cierta medida, es el mismo aislamiento que sufren las personas que dedican gran parte de sus vidas a intentar cambiar la consideración moral que reciben los animales.
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Martha Mondrágon es activista de la defensa de los animales. En esta reflexión, escribe sobre la experiencia literaria de pasar las hojas de “Las vidas de los animales” de J.M. Coetzee. El texto que le resulta es una suerte de reseña de la labor de uno de los personajes y, al mismo tiempo, logra sembrar preguntas pertinentes en estos tiempos pandémicos. La más importante quizá sea, ¿qué pasa si, pese a todo esto, en el fondo no queremos cambiar?
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Es una conferencia magistral, auditorio lleno y el tema que aglomera a los presentes parece forzar los límites de lo que resulta correcto admitirnos en los ámbitos de la crueldad. Ahí, en medio del escenario, está una mujer que capta todas las miradas.
Habla de las víctimas del holocausto y de un chimpancé, pero no uno cualquiera, sino de Pedro El Rojo, protagonista de “Informe para una Academia” de Franz Kafka. Este mono de la literatura fue herido, privado de la libertad, forzado por necesidad a convertirse en “humano” y cuya historia —en las páginas de Kafka— le depara narrar su experiencia frente a un grupo de académicos. También le acompaña una simia “amaestrada”, palabra con la que describimos el proceso que le rompe el alma a los animales.
Ahí, frente a esa multitud experta, Pedro El Rojo se siente solo.
En el podio, en control del hilo de la complicada conferencia, Elizabeth Costello admite que se siente identificada con el primate y su soledad. Y con los cadáveres, después de todo se convertirá en uno muy pronto (le aterra ese pensamiento). Costello recorre el mundo, desde universidades hasta cruceros, dando discursos y aceptando premios. Cuando es invitada a la universidad en la que su hijo, John, también es profesor, le dan a escoger el tema de su charla. Ella elige a los animales.
Elizabeth es también el canal por el cual, J.M. Coetzee, autor de “Las vidas de los animales”, expresa sus ideas propias. A través de ella hace varios cuestionamientos, uno de ellos: ¿por qué, durante el holocausto, tantos fueron capaces de llenar trenes con personas que iban rumbo a la muerte, a ser ejecutadas, asfixiadas, envenenadas u otro destino semejante? La respuesta que él —ella— sugiere, es que simplemente no se vieron a sí mismos en las víctimas.
Elizabeth se disculpa con su audiencia por comparar víctimas del holocausto con el trato de los animales. Lo considera un golpe bajo y una manera de polarizar opiniones, pero eso no la detiene. Al día siguiente recibe la airada carta de un profesor y poeta judío ofendido por su discursos: «comercia usted con los horrores de los campos de concentración y exterminio de manera tosca y despreciable».
La verdad es que ni la misma Elizabeth sabe a ciencia cierta qué es lo que quiere lograr. Navega entre alegorías, le habla a personas que no la entienden y que, siendo honestos, no tienen la intención de hacerlo. Sólo sabe que no quiere cruzarse de brazos y quedarse callada. John tiene que actuar como mediador entre las ideas de su madre y el desprecio que su esposa, Norma, y sus colegas, sienten hacia ellas. Para Norma, igual que para Descartes, los animales son máquinas carentes de razón.
El propio John percibe a su madre de una manera desfavorable. La ve como una mujer incapaz de comunicar su tesis y se pregunta cómo alguien que se dedica a escribir puede ser tan mala narrando historias. Alumnos y maestros cuestionan a la autora sobre su consideración hacia los animales. Citan filósofos, antiguos y modernos, y ella responde con pasajes e interpretaciones de obras pasadas y actuales; afable hasta donde su paciencia se lo permite, pero los intercambios siempre terminan con acritud.
Elizabeth Costello es tan entrañable que algunos han llegado a pensar que es real. «Unos años atrás, un amigo mío viajó a la India para dar una serie de conferencias sobre literatura australiana contemporánea y le preguntaron por la escritora Elizabeth Costello. […] ¿Qué estoy buscando explorar y comunicar a través de Elizabeth Costello? Lo que ella desea comunicar lo hace a través mío: yo soy el vehículo», relata Coetzee.
De camino al aeropuerto, la anciana confiesa a su hijo, entre lágrimas, que a veces siente que se ha vuelto loca. ¿Cómo puede moverse con naturalidad entre aquellos que —como ella considera— han cometido un crimen espantoso? En los objetos más cotidianos ve muestras de la crueldad que sufren los animales y a personas con miradas amables exhibiéndolos como si fueran cualquier cosa.
Elizabeth Costello no existe, pero su soledad duele. Las personas que dedican gran parte de sus vidas a intentar cambiar la consideración moral que reciben los animales, también sufren ese aislamiento. ¿Qué es lo que pasa con los demás? ¿Por qué un fenómeno que involucra tanto sufrimiento es percibido de diferente manera? ¿Y si en verdad hemos perdido la razón?
La frustración de Elizabeth llega cuando la asalta la idea de que lo único que sabe y puede hacer —en su caso, escribir y dar pláticas— no tiene el impacto que quisiera. La veo desde un lugar muy lejano y quisiera hablarle. Sugerirle, en un tono más optimista, que la perseverancia es inextricable al avance, grande o pequeño. Moviéndose en un irregular zig-zag o en diagonal, tangente a su propósito, quizás esté logrando cambios imperceptibles a su visión y espacio-temporal. Tendrá que aceptarlo: no vivirá para ver los resultados de su trabajo.
Elizabeth, muy seguramente, respondería con silencio y mirada esquiva si le dijera que necesita tomárselo con calma y reorganizar sus pensamientos. Que su pesar no acabará con los horrores que ella ve en granjas y mataderos. A estas alturas, Elizabeth, yo diría que es válido tirar todo el trabajo hecho por la borda si eso significa una renovación más prometedora, más útil para las vacas, los cerdos, las gallinas, las ovejas y conejos por los que estás luchando y quienes nunca dejarán de necesitarte.
Aquellos que ves como perpetradores son también familia y amigos, la amabilidad que ves en sus miradas es real y sigue ahí. No eres un cadáver y a diferencia de Pedro el Rojo, lo que vives no es una situación única, afortunadamente se repite en otros.
La soledad de Elizabeth Costello
Martha Mondragón
16.ago.20