Hay que ‘morir’ un poco para poder escapar del acelerado ritmo de la sociedad postmoderna que nos exige mayor hiperactividad y menos sosiego.
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Para vivir plenamente las personas necesitamos morir de vez en cuando. Es un hecho, y no, no me refiero a la muerte en ese sentido habitual, ése que es un estado absoluto, irrecuperable, biológico y eterno; más bien hablo de una fase en donde nuestro ser se detiene momentáneamente, donde las verdades son reveladas, donde la creatividad fluye y el conocimiento se cimenta, y donde aprendemos a expresarnos mejor con los demás: me refiero, pues, a la «no acción».
La filósofa política Hannah Arendt se dio cuenta de que sólo los seres humanos podemos llevar a cabo «acciones» en un sentido pleno, y que éstas sólo pueden existir cuando son atestiguadas por otras personas. Por otro lado, diferenció «labor» de «trabajo» y concluyó que lo primero es algo en común que tenemos con los animales, es decir, labores que nos mantienen biológicamente con vida y la perpetúan.
Arendt menciona que los romanos, en su cualidad de ciudadanos, empleaban la expresión «dejar de estar entre los hombres» (inter homines esse desindere) como sinónimo de muerte. Esta condición de pluralidad era necesaria para calificar a alguien como un ser humano viviente —políticamente hablando. De ser así, el dejar de estar entre las personas simboliza una suerte de muerte social; un estado donde no existe la acción.
→ Inmortalidad vs Eternidad
Las acciones —al menos las grandes— llevan a aquellos que las ejercen a la inmortalidad y a formar parte de la historia, la cual es compartida por el resto de la humanidad. La inmortalidad estará vigente siempre y cuando haya personas que atestigüen las acciones: si no hay acción, no hay inmortalidad.
Sin embargo, advierte Arendt, existe otro concepto en contraposición a la inmortalidad: la eternidad. Ésta, a diferencia de la inmortalidad, es impasible a toda empresa humana. Se puede expandir a nociones extraterrenales o abstractas —como el universo, o la teoría matemática— y su permanencia en relación con la historia humana resulta incomparable.
Para percibir la eternidad hace falta, pues, la «no acción»: detener lo que hacemos para observar lo que ocurre, ya sea dentro o fuera de nosotros mismos, un nivel de desprendimiento al que no se puede llegar únicamente con la acción. Esta contemplación, por tanto, es esta muerte romana, una que está asociada con la atención profunda, el silencio y la soledad de la mente.
→ La no acción en la sociedad actual
Es sólo a comienzos del siglo 20 cuando se empiezan a condenar estas actitudes —alguna vez engrandecidas por los antiguos griegos y romanos—, calificándolas de antisociales e imprácticas ante los valores de una floreciente revolución industrial que favorecía a las personas sociales y de acción sobre las solitarias y contemplativas.
Sin embargo, Susan Cain, la autora de Quiet: The Power of Introverts in a World That Can’t Stop Talking, sostiene que los tiempos cambian, y que para resolver los problemas actuales más complejos es necesario este elemento contemplativo. La autora menciona, basada en el resultado de sus investigaciones, que «la soledad es un ingrediente crucial de la creatividad» y cita ejemplos como Charles Darwin (El origen de las especies), Theodor Geisel (Dr. Seuss) y Steve Wozniak (Apple), quienes debido a sus actividades solitarias y, por ende, contemplativas, lograron llevar a cabo sus creaciones y descubrimientos.
Nota: A esta clase de deceso es al que se refería el filósofo Brice Parain en la película Vivre Sa Vie (Jean-Luc Godard, 1962) cuando dijo:
«Yo creo que se aprende a hablar bien sólo cuando se ha renunciado a la vida por un tiempo. […] Hablar es casi una resurrección con respecto a la vida; cuando se habla hay otra vida que cuando no se habla. Entonces, para vivir hablando uno debe haber pasado por la muerte de vivir sin hablar. […] Se oscila, por eso se va del silencio a la palabra. […] De la vida cotidiana uno se eleva a una vida… llamémosla superior. Es vida con el pensamiento. Pero esta vida presupone que se ha matado la vida muy cotidiana».
Cain también menciona que, en el sentido espiritual, las religiones de mayor alcance coinciden en la contemplación como ingrediente primordial para llegar a las revelaciones: Jesucristo, en su caminata de 40 días en el desierto; Siddartha Gautama (Buddha), meditando para llegar al Nirvana; Lao Tsé, afirmando que para llegar al Tao (Camino) es necesario el «wu wei» (no acción); Mahoma, meditando al pie del monte Hira.
En resumen: si no hay soledad, no hay revelaciones.
En adición a éstos, el psicoanalista Erich Fromm (El arte de Amar) sostiene que hay que sobrellevar la soledad como la única forma de aprender a amar. El premio nobel de literatura, Herman Hesse, declara que «la soledad es independencia». Mientras que el filósofo Blaise Pascal afirma en su obra Pensées que «todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad del hombre para sentarse en silencio, solo, en una habitación».
Con esto no pretendo sugerir un boicot a la colaboración o al trabajo en equipo, ni mucho menos a la vida activa. Ciertamente, debe haber un balance entre la acción y la contemplación. Sin embargo, pareciera que lo hemos olvidado, dada la hiperactividad y el ritmo de la sociedad tardo-moderna; la cual exige más acciones y menos sosiego, desembocando, según el filósofo Byung-Chul Han, en el burnout (agotamiento) y la barbarie.
Depende de nosotros (como sociedad en conjunto, no como seres individuales) rescatar esta capacidad que nos hace, en última instancia, ser humanos nuevamente.
La necesidad de contemplación y pausa
Luis Padilla
01.oct.20