Los enemigos de lo chairo terminan por acotar la chairiza dentro de dos definiciones globales (el debate entre Antonio Attolini y Callo de Hacha es un buen ejemplo). La primera tacha la chairiza como una expresión de hipocresía por ser inconsistente, como si esta post post post modernidad –así, en minúsculas– no se alimentara de ello: del rechazo a los absolutos y el enamoramiento de las áreas grises; la chairiza regresa a los dogmas que incorpora la ideología, pero los flexibiliza porque de fondo hay un quiebre entre lo que dicta el discurso hegemónico que abarca la vida democrática y lo que, por ejemplo, el socialismo más puro nos exigiría. En palabras llanas, queremos justicia social, pero comodidad individual; queremos educación y salud pública y gratuita, pero que nos cobren menos impuestos. No es que no se comprenda lo que exige el compromiso ideológico, es que hemos sido incapaces de actualizar las restricciones de la ideológica en el contexto del mundo al que todos los días nos tenemos que enfrentar.
La otra vertiente es la que descalifica la chairiza porque sólo cree importante lo que para ella es importante y Antonio Attolini desarrolla esa crítica con claridad: «el chairo es aquella persona que confunde su muestra con el universo, su espacio más inmediato de realidad piensa que es el de todos los demás».
Ciertamente rebatirlo suena difícil, querer universalizar nuestras experiencias y volverlas verdaderas es matar el diálogo de inicio porque no hay nada más allá de nuestra opinión. Sin embargo, ¿se nos puede culpar por explicarnos la realidad desde lo que conocemos? ¿Se puede ser parte de una ideología y defenderla sin estar ciertos de que es la correcta? Cualquier compromiso ideológico nos exige convicción de estar en lo correcto y flexibilidad –¿o inconsistencia?– para cambiar de opinión, independientemente que aceptemos asumir errores.
La terquedad y la cerrazón no se descubrieron en nuestro tiempo, han existido en la esfera de la opinión pública desde siempre. El problema es que hoy por hoy se ha entrado en su misma dinámica de invalidación, ignorando que la opinión pública sólo muta en el antagonismo y la discusión, no en los falsos consensos. La chairiza se enloquece y se abandona cuando deja de existir en confrontación, cuando olvida que su carácter existe a lo largo del espectro; es decir, el chairo requiere de un derechairo para existir y complementarlo; para ser sociedad y no patología, la chairiza necesita que la confrontación genere pactos y rompimientos, no interacciones ascéticas y sordas.
Sólo en los conflictos y –sobre todo– en las resoluciones, la chairiza podrá erigirse como historia y sociedad porque la suma de las experiencias anteriores terminará por inspirar su argumentario, su vestimenta; en suma, su estética. La chairiza y su conflicto constante con ella misma y los demás, lejos de ser estéril o peligrosa, es la muestra más pura de que, como sociedad, seguimos esperanzados en hacer funcionar lo público y el futuro que compartimos.