Texto

11.jun.2020

La casa de Don Pilo

Cuando sientes que por ser muy punk y vivir en una ciudad industrial no puedes amar lo norteño, Pilo te recuerda que esto sí es tuyo, que esta cultura también te pertenece y puedes abrazarla de la manera que a ti mejor te parezca.

POR Diana Mo / Lectura de 2 min.

Cuando sientes que por ser muy punk y vivir en una ciudad industrial no puedes amar lo norteño, Pilo te recuerda que esto sí es tuyo, que esta cultura también te pertenece y puedes abrazarla de la manera que a ti mejor te parezca.

Lectura de 2 min.

«¡¿Nunca has ido al “Pilos”?!», me preguntan Jorge y Fer.
«Ahorita mismo vamos».
«Pa’ luego es tarde», les contesté.

No sé qué esperaba, había escuchado hablar de “Pilos Bar” por comentarios de otros amigos y porque ahí se grabó Desde La Cantina de Pesado, pero nunca se me había ocurrido ir.

Al llegar a esa esquina entre Jiménez y Zuazua, en el Centro de Guadalupe, sentí cómo regresaba a mi niñez, al rancho de mi abuelo, a los bailes en la plaza del pueblo. Las puertas retumban con el sonido del bajo sexto y el acordeón del conjunto en vivo, los extraños afuera fuman y entablan conversaciones. Todos se ven muy machos y vaqueros y yo me siento ajena a este lugar porque, aunque en mi corazón juro que soy de rancho, no me veo específicamente norteña.

Desde que entras te sientes como en la casa de la abuela, llena de recuerdos y memorabilia del siglo pasado, pero en masculino. Es sorprendente porque para Monterrey es muy fácil renovar, destruir y modernizar todo a su paso, pero este sitio se conserva intacto. Tiene su propio lenguaje, golpeado y directo, su comida típica y algunos detalles que conforman su carácter: la cuenta te la ponen en un papel de dominó, arriba de la rocola están las fotos del fundador con celebridades del ámbito norteño como Carlos y José, Lalo Mora (quienes se presentaban por 700 y 900 pesos en aquellos años); un collage de fotos en vinilo adhesivo de conjuntos como Los Cardenales, Los Cadetes y Los Invasores tapizan las paredes; las meseras se pasean por el lugar con rapidez y seguridad, cargando hasta tres cubetas de cheve mientras ponen en chinga al de la barra a surtir las órdenes.

Todo esto pasa en un ambiente de camaradería, el de un Monterrey que creció viendo las películas de Los Almada y que se paseaba en La Alameda los domingos. Esta cantina es vigente y a la vez carga con muchísima tradición.

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Ambiente típico en el Pilos Bar.

Avanza la noche y con ella las órdenes de cerveza, para cuando me doy cuenta ya llevamos cuatro cubetas encima y hartamos a la mesera pidiéndole botana. De pronto, el actual dueño, Isidro Elizondo (o “Don Pilo”, como muchos lo conocen), se subió al escenario y empezó a tocar un medley de canciones con su acordeón.

Cielo azul, cielo nublado
Cielo de mi pensamiento
Quisiera estar a tu lado
Para vivir más contento
Para vivir más contento

“Cielo azul, cielo nublado”, “Las tres tumbas”, “Lamberto Quintero”, clásicos del género. Todos cantamos y reímos con él. El conjunto que lo acompaña toma la batuta y toca como si tuviera enfrente a una multitud. Escuchar música norteña en vivo evoca muchos sentimientos de gozo, sentir el sonido del acordeón a través de las bocinas proyecta la misma intensidad que el de un guitarrazo.

Y justo cuando pensaba que no podía ponerse mejor, remata el set con “El mono de alambre”, canción popularizada por el “Viejo Paulino”, Don Julian Garza (✝), y Pilo la convierte en su himno.

Buenos días señores
Arrímense una banca
Chinguen a su madre
Los de Apodaca

Desde el escenario, aquel hombre rotundo de playera amarilla nos empieza a mentar la madre a diestra y siniestra a los de Apodaca, a los de San Nicolás, a las meseras, hombres y mujeres por igual. Pide que la coreemos y no titubeamos en hacerlo, a todos nos encanta el pedo. El público comienza a gritar desde su mesa: ¡Los de San Nicolás! ¡Los de Tijuana!, porque quieren ganarse una mentada (poética) improvisada por Don Pilo.

Vamos a bailar, vamos a bailar.
El mono de alambre
Y el que no lo baile, y el que no lo baile
Que chinguesumadre

Mentada tras mentada, lo que se deja de manifiesto es el ambiente de fiesta y de confianza. Todos estamos jugando y pasándolo bien.

Antes de irnos, Pilo se acerca y nos agradece por venir. Como si nos conociera de toda la vida, nos toma de la mano, nos da un abrazo bien dado, acepta tomarse una foto con nosotros y a cambio nos quita cigarros. Total, ya estamos en confianza.

Había olvidado que durante todo este tiempo estuve sentada en un negocio local, me di cuenta que este lugar no nada más es un changarro, es la casa de Don Pilo y que todas las noches nos invita a pasar y a pasarla bien. Somos cómplices y por eso nos vamos a rayar la madre, vamos a reír o incluso hasta llorar, pero siempre rodeados de mucha historia regiomontana. Vamos a hacer recuerdos propios y a robarnos algunos ajenos. Vamos, insisto, a hacernos familia.

Después de ese día, el Pilos Bar se convirtió en mi sitio favorito para celebrar, despejarme, para recordar a mi abuelo materno y a las raíces de mi madre. Ahí, en esa máquina del tiempo, me siento querida y acompañada. En esta especie de “misa nocturna” en la catedral de la música norteña me siento en un verdadero santuario, uno en donde todos somos bienvenidos, donde a nadie se le discrimina ni se le hace el feo. Ahí en Pilos se quiere directo y golpeado, pero al chile.

Me gusta invitar a mis seres queridos, sobre todo si son personas ajenas a este género, porque a través de esta cantina no sólo les muestro mis raíces y las de mi familia, sino que les comparto un pedazo de Monterrey que vale la pena conservar. Porque justo cuando sientes que por ser muy punk y vivir en una ciudad industrial no puedes amar lo norteño, Pilo te recuerda que esto sí es tuyo, que esta cultura también te pertenece y puedes abrazarla de la manera que a ti mejor te parezca.

No importa si no vas con botas y sombrero, las puertas de esta casa están abiertas para ti… y al que no le guste, que chingue a su madre.

La casa de Don Pilo

Escrito Por

Diana Mo

Fecha

11.jun.20

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