Para las mujeres en general y, en particular, para las trabajadoras del hogar, las esferas entre lo doméstico y lo público tienden a desdibujarse cuando se realizan labores de cuidados en espacios públicos.
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Este segundo texto forma parte de una serie colaborativa de reflexiones sobre el trabajo del hogar/cuidados/división sexual del mismo con Parvada, organización que impulsa Profesionales de la Limpieza, un proyecto gestionado por trabajadoras del hogar que busca aumentar los estándares en este ramo a través de la incidencia, la colocación de trabajadoras en empleos justos y la difusión de herramientas para empleadoras(es).
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«Para las mujeres lo privado significa privarse de lo público y para los hombres, por el contrario, implica apropiarse de sí mismos.»
— MARGARITA BEJARANO CELAYA
Generalmente pensamos que existen dos espacios: el público y el privado. Hay, sin embargo, uno adicional: el doméstico. Es una distinción importante porque, como dice Bejarano Celaya, (1) significan cosas distintas para hombres y mujeres; (2) lo privado tendría que ser un espacio para una misma; y (3), agrego, lo doméstico implica trabajo —aunque al interior de una vivienda— por lo que es una esfera en la que el Estado debe intervenir. Entonces no es enteramente privado pero tampoco es enteramente público.
Esta distinción permite empezar a pensar en la división sexual del trabajo como algo que le atañe tanto a hombres como a mujeres, porque cambia el foco de lo doméstico como parte de lo privado (y, por lo tanto, que cada quien haga lo que quiera, lo cual en nuestro contexto significa “que lo hagan las mujeres”) a lo doméstico como espacio de trabajo y, por lo tanto, sujeto a reglas y acuerdos que no deben tomarse como implícitos y naturales (por ejemplo, a la mujer le corresponden todas o casi todas las tareas).
Que estos espacios signifiquen cosas distintas dependiendo de si eres hombre o mujer explica, en alguna medida, no sólo nuestra experiencia al interior de nuestros hogares, sino también fuera de ellos: puesto que los hombres son quienes típicamente laboran fuera de casa, aventurarnos a estos espacios nos hace sentir que no son del todo nuestros. Vamos por ahí achicándonos, intentando ocupar el menor espacio posible.
Frecuentemente escuchamos que las mujeres tenemos derecho a estar en el espacio público y que éste debe ser accesible para nosotras... pero, amigas, démonos cuenta: que nos den acceso a algo que teníamos vedado revela un problema previo. El verdadero problema es que el espacio público no fue diseñado para nosotras. Las soluciones deben resolver esto porque de lo contrario sólo se estaría parchando algo que está viciado de origen. Un espacio excluyente nos habla de jerarquías: las necesidades e intereses de los sujetos que originalmente tenían acceso representan un estándar, la cima a la cual aspirar. Incluirnos en ese arreglo no es igualdad, es conformismo. La igualdad pasa necesariamente por eliminar las jerarquías.
Para las mujeres en general y, en particular, para las trabajadoras del hogar, las esferas entre lo doméstico y lo público tienden a desdibujarse cuando se realizan labores de cuidados en espacios públicos. Dado lo poco amable que es lo público para las mujeres, al agregarle la dimensión de los cuidados puede volverse un reto pesadísimo.
Pensemos en una mujer que vive en las periferias de la ciudad y que debe desplazarse por ésta con menores a su cargo. Tener acceso a un baño público es fundamental cuando se está lejos de casa por mucho tiempo, más si se vive en las periferias pues prácticamente todo queda lejos de casa.
Lo anterior no parece importarle mucho a quienes diseñaron la ciudad, puesto que rara vez encontramos baños verdaderamente públicos. En todo caso, es más común encontrar particulares que lucran con esta necesidad y que cobran una cuota por su uso.
Tomar decisiones desde la precariedad puede implicar posponer necesidades fisiológicas urgentes o satisfacerlas a costa de otras cosas. ¿Cuánto cuesta entrar a un baño? ¿5 pesos? Es la mitad de un pasaje. Las mujeres tendemos a ganar menos que los hombres y hay más mujeres que hombres viviendo en condiciones de pobreza, por lo que desde una perspectiva pecuniaria no es un tema menor. Si vives al día, 5, 10 o 15 pesos necesariamente equivalen a privarte de otras cosas igualmente necesarias.
En la mayoría de restaurantes y tiendas no te permiten usar sus baños si no eres clienta. Una como quiera, pero ¿y los niños? ¿Cómo le haces para que un pequeñín se aguante las ganas de ir al baño por horas? ¿Qué tal si se trata de un bebé y corre el riesgo de sufrir rozaduras o una infección? Se espera que las mujeres asumamos el rol de cuidadoras, pero parece que eso sólo debe pasar en el hogar.
Luego está el tema de los cambiadores. No suele haber en el baño de hombres. Esto pasa porque se espera que seamos las mujeres quienes asumamos las tareas de cuidado y no nos enteramos que los hombres también tienen manitas para cambiar un pañal. Al no existir la infraestructura, prácticamente se cierra la posibilidad de que los hombres asuman esta tarea. Ni siquiera se les da la opción.
En cuanto al tema del diseño, pasa que las mujeres tardamos más en el baño (¡más si traemos niños!), pero el número de cabinas suele ser el mismo que para los hombres. La diferencias biológicas podrían ser el punto de partida del diseño de los espacios, pero no. Se toma a los hombres como el estándar.
Pensemos ahora en esa misma mujer que vive en la periferia, pero esta vez no trae niños. Pienso en en concreto en A., una trabajadora del hogar que después de un paseo grupal en un parque de la ciudad, comentó que no se imaginaba que el lugar fuera gratuito o que pudiera acudir ahí con su familia. Y es que ese parque está bardado y no tiene ninguna señal que apunte a que el acceso es gratuito. ¿Quién se va a acercar a preguntar, corriendo el riesgo de sentirse mal tras recibir por respuesta una cifra impagable? ¿En qué medida un espacio puede ser considerado público si hay quienes no sienten que caben en él?
A veces ni siquiera es cuestión de sentir que no perteneces a un espacio. A veces es sólo que de plano no hay espacios. Pasa justamente con los parques, ya que suelen estar muy alejados de las periferias. Las mujeres somos las principales encargadas del cuidado de otros, pero de nuevo parece que se espera que lo hagamos sólo desde lo doméstico, sobre todo si se vive en condiciones de pobreza.
Luego está el tema de quiénes se apropian del espacio público. ¿Cómo se llega a la conclusión de que un lugar no es para ti? ¿En qué medida afecta el no ver a otras personas como tú en un espacio? Pienso en cómo las canchas públicas tienden a ser ocupadas por hombres y cuando una mujer o grupo de mujeres intentan hacerse un campito, tienden a ser desplazadas. No tendríamos que estar peleando por un espacio que supuestamente también es nuestro, pero las niñas que van a los parques aprenden desde pequeñas que es así. Como señalé al inicio: el cómo se vive un espacio depende mucho de si eres hombre o mujer.
Una trabajadora del hogar no vive los espacios de la misma manera que quienes no nos dedicamos a esa labor. Primero, porque vivir en condiciones de pobreza (y vaya que las trabajadoras del hogar encajan perfecto en esa categoría, puesto que más del 70% gana hasta dos salarios mínimos) es una limitante en términos de accesibilidad y no sólo en cuestión de recursos y distancias, también de información sobre la existencia de lugares de esparcimiento. Segundo, porque al ser mujeres padecen todas las barreras que mencioné anteriormente en relación al disfrute de los espacios públicos. Tercero, porque muchas veces su acceso a estos espacios se da en el marco de su trabajo. En un país donde las trabajadoras del hogar son tratadas como ciudadanas de segunda, ir a cuidar niños al parque o a equis lugar puede distar mucho de ser una experiencia disfrutable. Las dificultades de lo doméstico se entrelazan con las de lo público.
Pienso ahora en J., una trabajadora del hogar retirada que hace poco me confesó que deseaba ir al mar para poder bañarse en él, porque la vez que fue no pudo hacerlo. ¿Por qué no pudiste?, le pregunté. Su respuesta da ganas de quemarlo todo: tenía 8 años y la habían contratado (es un decir; no tenía contrato) para cuidar a unas gemelas. Sentada en la arena las vigilaba mientras ellas se divertían.
El ser mujeres determina nuestro lugar en el mundo y la forma en la que nos relacionamos en y con éste. Así, somos primero mujeres y luego personas. Eso se nota en los espacios que habitamos, sean públicos, privados o domésticos. Y es que tampoco hay fronteras claras entre unos y otros.
A todo esto, ¿qué hay de los espacios privados? Para muchas mujeres la respuesta es quién sabe, porque si lo privado implica estar para una (y no para otros), quienes se dedican al hogar o los cuidados rara vez tienen tiempo para ellas mismas. Es muy distinto disfrutar estas labores socialmente impuestas que tener la posibilidad de decidir sobre qué, cómo y cuándo disfrutar.
Si todo esto suena muy complejo es porque lo es. Lo complejo nunca es insular. Las mujeres no somos una islita sobre la que algún continente deba reclamar propiedad y permitirnos la gracia de acceder a sus recursos. Ya somos parte del continente. Los espacios que lo conforman son nuestros también, aunque la vida y el Estado se empeñen en demostrarnos lo contrario. Lo que necesitamos, en todo caso, es mayor claridad sobre las fronteras entre lo público, lo privado y lo doméstico.
Entre lo público, lo privado y lo doméstico
Ana Farías
05.jul.18