Texto

07.may.2019

En el nombre de Dios Todopoderoso

Monterrey no sabe si cree en “Dios todopoderoso”, el Estado o el dinero. Por lo pronto, un pedazo falso del Vaticano borra del paisaje al Palacio de Gobierno. Pienso que, quizás, llevaba ya más tiempo borrado, pero al menos nos entretenemos.

POR Luis Mendoza Ovando / Lectura de 14 min.

Monterrey no sabe si cree en “Dios todopoderoso”, el Estado o el dinero. Por lo pronto, un pedazo falso del Vaticano borra del paisaje al Palacio de Gobierno. Pienso que, quizás, llevaba ya más tiempo borrado, pero al menos nos entretenemos.

Lectura de 14 min.

En Monterrey la Iglesia Católica no se entromete como lo hace en Guadalajara o en Aguascalientes o en León o en Puebla. Acá el conservadurismo es de otro tipo: el que cree ciegamente que lo que se tiene se tiene bien merecido y que todo problema radica en que no se trabaja lo suficiente.

Y sin embargo, Monterrey le teme al Dios del antiguo testamento y le pesa más el espíritu santo que el emprendedor. Diego de Montemayor dictó que se fundará la ciudad de Monterrey “En el nombre de Dios Todopoderoso” y sólo así me explico que no hubiera estadística que hiciera que los diputados del PAN dejaran de revisar la Biblia y comenzaran a leer la Constitución.

Por eso frente al Palacio de Gobierno, ahí en la Explanada de los Héroes, se ve una serie de carpas blancas que recuerdan a las imágenes de los plantones de allá, en el Zócalo (“de donde no trabajan”), esas que hacen los maestros y campesinos y los que pierden elecciones.

Las carpas asfixian a Hidalgo y a Juárez y a Morelos y a Escobedo. Definitivamente es como un plantón, protestantes del vaticano vienen a reclamarle algo al gobernador. No sé si el reclamo es por las condiciones en que está la ciudad que Margartita Arellanes le regaló a Jesucristo o si se trata de una suerte de recordatorio de quién tiene el poder, inclusive en Nuevo León.

La cosa es que un pedazo falso del Vaticano borra del paisaje al Palacio de Gobierno y pienso que, quizás, llevaba ya más tiempo borrado, pero al menos nos entretenemos.

Sobresale la carpa central porque tiene como una protuberancia; de lejos parece un edificio que se pretende italiano, pero está hecho de cartón. Lo flanquean de ambos lados una suerte de techos cubierto de unas tejas que no dejan claro si son reales o parte de la ilusión de la réplica.

A nivel de piso, un cerco defiende la instalación de carpas blancas y en cada una de las vallas se pueden observar a los patrocinadores. Algo había escrito Monsiváis de que en la Ciudad de México pasaban tantas cosas que seguro sería sede del Apocalipsis, pero pienso que por viabilidad económica es más fácil que éste ocurra en Monterrey auspiciado por CEMEX, FEMSA o BBVA.

Un letrero —a mi juicio discreto porque se me pasó de largo y me enteré de su existencia hasta que me regañaron— indica que no se pueden tomar fotos y te recuerda que la entrada es totalmente gratis, punto que no es menor en una ciudad como Monterrey. Hay una fila como de juegos de feria, de esas que obligan al interesado a formar una culebrita que mitiga la ansiedad por llegar. Estamos rodeados de pantallas y los logos de empresas aparecen y desaparecen.

Frente a mí unos adolescentes se devoran a besos. Sucumbir a la lujuria antes de ser perdonados por el arte sacro es una forma muy inteligente de administrar el pecado; y dicen que los jóvenes no planeamos a futuro.

La fila no toma tanto tiempo como temía, la sombra que provee la carpa hace que la espera sea llevadera. En Monterrey hay días que se viven simulacros del infierno y se agradece toda prevención al respecto. Junto a mí, del otro lado de la cerca, hay una familia entera que no puede contener su emoción y piden inclusive a la persona que va en frente que les tome una foto.

Nos comienza a apresurar una chava con una camisa polo negra llena de logotipos y un rostro como de preocupación.

— Avancen por favor. No foto. No foto. Avancen más rápido por favor.

Cruzamos como un umbral de tela negra satinada y nos recibe un cuarto oscuro con unos marcos dorados como de pintura antigua; dentro del espacio limitado por los marcos, comienza a proyectarse un video.

— Ya va a empezar, avancen más rápido por favor.

Confieso que me vuelvo preso de la prisa y sigo las indicaciones del staff de la sixtina. Entre ellos comparten juventud y sensación de fastidio. No los culpo, estar trabajando a las 2 de la tarde en domingo no suena a una condición que sea producto de la voluntad.

El video que arranca cuenta con un storytelling elaborado y una producción que se nota. Una voz de hombre mayor con perfecta dicción y ligero acento español nos empieza a adentrar en la maravillosa historia de la Capilla Sixtina. Pienso que hay una suerte de confesión colonialista en la selección de esa voz en off para el video; la Iglesia que viaja hasta Monterrey habla como un hombre viejo acartonado y con un acento como de español de Puebla.

Pero con todo y todo, el video era bueno, se los dice alguien que tuvo que ver un montón de documentales y películas religiosas por haber estudiado 12 años en una escuela católica. El video dura 10 minutos y la verdad es que mi grupo y yo batallamos para estarnos quietos. Una niña llora por la oscuridad o por la actuación deficiente de quien hace de Miguel Ángel o por las decisiones surrealistas del director. No lo sé, nadie atina a preguntarle y yo no la ubico en la oscuridad.

Pasan los casi 11 minutos del video en un ambiente como de expectativa o al menos así interpreto el cuchicheo que no para. Mi resumen es que Miguel Ángel fue el primer “creativo” de agencia: sus clientes nunca supieron bien a bien que querían, entregó tarde y por partes, y lo que entregó hablá más de él que de lo que se le pidió.

Las luces se encienden y se nos invita a pasar a través de la réplica de las puertas de la Sixtina. El umbral está flanqueado por dos maniquís de la guardia suiza que tienen la mirada vacía.

En ciertos momentos de la vida es suficiente con que las cosas parezcan reales. Después de todo la realidad es una ficción consensuada.

Entramos, todo está a media luz. El piso imita el mármol de colores de la pieza original. Un chavito del staff nos insiste en que avancemos hasta el frente donde se encuentra el altar y el juicio final. Junto a mí hay una señora muy mayor en silla de ruedas. La veo apretar los ojos mientras va escudriñando cada centímetro de la réplica de la Sixtina. Genuinamente yo tampoco veo, hay muy poca luz. Más gente comienza a agolparse, todos miramos hacia arriba y todos hacemos un gesto de ligera decepción porque por la falta de luz no se alcanzan a apreciar los murales.

Hay silencio. Estamos todos. Hay familias completas, estudiantes, gente de la tercera edad. La voz del documental ocupa el recinto y empieza a proyectarse luz en la bóveda de la capilla. Inicia un mapping que recorre techo y paredes. La velocidad es álgida. Si Dios creó el mundo en 7 días (con todo y descanso), nosotros debemos ser capaces de entender la Capilla Sixtina en 3 minutos.

Tras la vorágine de pedagogía del arte nos dicen que tenemos 5 minutos para ver la capilla. Se ilumina ahora sí todo el lugar. Instantáneamente demostramos que tenemos más en común con los peces de lo que nos gusta imaginar y como un banco de atunes alzamos los brazos y empezamos a señalar cosas a quien nos acompaña. De lejos la imagen es extrañísima, como si 200 personas dibujaran nubarrones en el aire.

La señora en silla de ruedas que estaba junto a mí saca unos kleenex y se comienza a secar unas lágrimas discretas.

“Te da una sensación real, no sólo es la réplica de las pinturas, sino la estructura en sí, te da la sensación de que estas ahí, los pisos también fueron replicados es algo que te transporta y te da esa sensación y es algo maravilloso”, dice El Horizonte que dijo una de las visitantes.

Pienso que la señora que llora sabe que no es real, pero le basta. El simulacro de visita a Roma es quizás algo que nunca imaginó y, a veces, en ciertos momentos de la vida es suficiente con que las cosas parezcan reales. Después de todo la realidad es una ficción consensuada.

“Ya no tuvimos que ir a Roma”, se dicen dos amigas y echan a reír. Sigo caminando, voy más atento a la gente que a la capilla. No faltará quien diga que la real es mejor, que ni se parece o que qué idea tan naca.

“Seré sintético: enajenada, manipulada, devastada económicamente, la naquiza enloquece con lo que no comprende y comprende lo que no la enloquece. Y para qué más que la verdad: la naquiza hereda lo que la clase media abandona” escribió Carlos Monsiváis —otra referencia, ya qué— sobre la estética de la naquiza.

Cuánta razón y cuánta pinche tristeza. Yo no sé quién entrará en el reino de los cielos, pero sé que la persona que se dejó conmover hasta las lágrimas entendió que para hacer llevadera la vida en un sistema tan impositivo hace falta arrancar las alegrías involuntarias. Las demás personas seguimos lidiando con entender por qué no somos el centro del mundo.

— ¿Mamá y esos porque están enojados?
— Son pecadores, hijo.

Nos apagan la luz y ya sin sutilezas es momento de irse. Al salir, una sala cubierta como de un falso terciopelo rojo sirve de gift shop. Los museos vaticanos, en una carpa con aire acondicionado, te invitan a acercarte a las vitrinas y comprar las medallas de plata, los rosarios benditos y las litografías de Miguel Ángel. En las paredes del lugar hay pantallas que van cambiando los logos de las empresas patrocinadoras. La salvación será deducible de impuestos o no será.

Al salir, el otro mundo se revela. El resplandor del sol de Monterrey invade los ojos y los sonidos de una ciudad que se sabe caótica lo invaden todo. Termina el aire acondicionado y el arte sacro y comienza el tianguis.

Sí, a la clase alta y gobernante le sigue pesando el espíritu santo, pero para la pujante base social todo pretexto es bueno para emprender. Así sea en un calor horrendo a la sombra de una carpa.

“Lleve la historia completa de la capilla sixtina. La historia completa. ¡Llévela, llévela!”, canta un señor mayor con un parado impecable como de militar. En su mano agita unos folletos impresos a color. Para poder salir del lugar es preciso cruzar todo ese mercado siguiendo una suerte de culebrita.

Quedaron atrás los santos y ahora solo nos quedan las artesanías genéricas; las impresiones de Frida y el Ché Guevara —¡¿Qué dirían estos dos?! Comercializados en un evento religioso—; las cremas para el acné y los shampoos para la calvicie; las nieves de garrafa; y los yelos helados que en sus palabras “se escriben mal, pero refrescan bien”.

Esta ciudad no sabe si cree en “Dios todopoderoso”, el Estado o el dinero. No tiene tiempo de averiguarlo. En Monterrey no se cree, se sabe que hace calor y a veces las certezas simples bastan.

En el nombre de Dios Todopoderoso

Escrito Por

Luis Mendoza Ovando

Fecha

07.may.19

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