Texto

03.feb.2014

El rastro de tus letras, Pacheco

Tres intentos por obtener la firma de José Emilio Pacheco –dos exitosos y uno fallido– entrelazan estos desvaríos. Un ejercicio anecdotario hecho a tres manos que trata de examinar la huella que el autor mexicano marcó en sus vidas a través de sus poemas, cuentos y novelas.

POR « contextual » / Lectura de 18 min.

Tres intentos por obtener la firma de José Emilio Pacheco –dos exitosos y uno fallido– entrelazan estos desvaríos. Un ejercicio anecdotario hecho a tres manos que trata de examinar la huella que el autor mexicano marcó en sus vidas a través de sus poemas, cuentos y novelas.

Lectura de 18 min.

A José Emilio

Marcela
2014

La gente se muere todos los días, sin embargo la partida de los grandes (como lo eras tú, obviamente), duele un poquito más hondo que las de los otros. Y entonces te pregunto, ¿Pa' qué te morías, José Emilio? ¿Cuál era la urgencia? Puras tragedias dejas detrás de ti en este país maltrecho y huérfano. Nos dejaste sin tu presencia y sin tus letras futuras (las pasadas, esas nos pertenecen a todos), porque estoy casi segura que hubieras escrito más, como todas esas cosas lindas que le dijiste a Gelman, tal vez como un presagio de que pronto se verían de nuevo.

[Por cierto, ¿cómo está Juan?]

Tu muerte nos pega a todos. Murió un pedacito de México, el de Carlitos y Mariana o el de Rosalba y Andrés Quintana, pero ya habías dicho tú que todo era préstamo, y tú estabas en calidad de préstamo con nosotros.

¿Qué se siente morirse, José Emilio? ¿Qué se siente quedarse dormido para ya no despertar? ¿Qué se sienten esas manos moradas, casi grises? ¿Qué se siente no poder respirar, saber que la vida se te va a cada segundo? Siento que he perdido tanto en estos días.

Aquí todos te recuerdan, hasta los que nunca te han leído, y nunca falta aquel o aquella despistada que no sabía ni que existías. Lo cual me parece bastante incomprensible porque eres básico para entender muchas cosas. Por ejemplo, recuerdo que hace poco le dije a un amigo español que tenía que leer Las batallas en el desierto, que era imposible vivir en México y no hacerlo. O que hace no tanto regalé El principio del placer, esos cuentos tan sencillos y tan bellos que me parecieron el mejor obsequio posible. Me dije a mi misma: Mi misma, claro, Pacheco es una apuesta segura, ¿a quién no le va a gustar este señor? Eres universal y para toda ocasión. Tus historias y tus personajes son lindos y tiernos, pero no dejan de reflejar una realidad compleja –turbia en ocasiones–. Nos dijiste con muchos huevos quién es el mexicano.

¿A quién no le van a gustar las letras de José Emilio? ¿Quién osará dejar pasar la compra de Morirás lejos? Nadie en su sano juicio. Yo no lo hice. Treinta pesos por un libro sumamente maltratado, casi deshecho. El señor gordo, pelón y sudoroso que me lo vendió no tenía idea de lo que estaba en su puesto, no sabía que, como tuvo a bien decir un amigo, esa es "Una de las grandes novelas mexicanas. De las más grandes. Y nadie le hace el menor caso". Pero yo sabía qué era ese libro casi extinto, esa novela que editaste y editaste y nunca quedó lista, por eso nunca la quisiste reimprimir.

Esa primera y única vez que tuve la oportunidad de verte llevé ese libro porque es especial, es al que nadie le pone atención, el que poca gente quiere, pero es probablemente al que tú más cariño le tienes, por eso nunca acabó de estar listo. Y contra toda obediencia a las indicaciones de que no ibas a firmar libros ni a tomarte fotos con nadie –era el 2009, y tú ya estabas viejito, frágil, y todo lindo como siempre estuviste–, yo corrí y aproveché mis influencias (Gracias Ramón Martínez), y lo primero que hice fue mostrar ese libro, que ya más bien parecía un conjunto de barajitas delgaditas, delgaditas, y amarillas amarillas. Morirás lejos fue mi pasaporte para decirte mi nombre al oído y para que tú, con tu mano temblorina, escribieras: 

A Marcela
José Emilio
2009

Ahí clarito se lee en esas páginas amarillas y jodidas que dice Marcela, escrito de tu puño y letra.

No te voy a agradecer tus libros, tus historias, tu poesía, tu sonrisa, tu sabiduría sobre no forzar la lectura. Nada de eso te voy a agradecer, porque tú, como los grandes ya llegaste a donde sea que tenías que llegar. Estás en otro nivel y agradecerte y honrarte es lo de menos. Los tributos nunca son para los muertos, sino para confortar a los vivos, y ese es el problema, uno que se queda aquí, tan terrenal como siempre, y no puedo evitar preguntarte: –Oye, José Emilio, ¿por qué tuviste que morirte esa mañana?


Marcela Reyes mantiene el sitio escritoriopublico.net.

La cercanía de tus letras

por Juan Zertuche

Las batallas en el desierto es el libro más delgadito de mi incipiente colección, incluso se ve más grácil que un cuadernillo de notas –hecho de una veintena de hojas de papel reciclado– que acomodé encima de esa pila de libros. Y aunque no luce visible en el librero y se hace el perdidizo flanqueado por El principio del placer y El viento distante, la riqueza que encapsula esta novelita de José Emilio Pacheco tiene un valor incalculable en mi formación como lector. A la vuelta de casi 10 años de haberlo leído por primera vez, ya con signos de deterioro y envejecimiento (el libro y yo), me doy cuenta que Las batallas en el desierto prácticamente me encaminó formalmente como lector.

Quizá antes de culpar a José Emilio Pacheco debo agradecer a Don Ramón Narciso Martínez (QEPD), un queridísimo profesor de literatura del Tec de Monterrey, por permitirme leer a esa edad una novela tan inmediata, digerible y mexicana, y, de paso, inculcarme el verdadero gusto por los libros. Las Batallas en el desierto, cuya versión de 2002 tiene en portada la ilustración de Vicente Rojo teñida de un naranja tirándole a café, llegó a mi vida en un momento inmejorable: estaba en plena ingenuidad universitaria, explorando los productos culturales que se ajustaran a mi personalidad. Previo a mi encuentro consciente con Mariana y Carlos, ya había tenido un acercamiento inconsciente a la obra de José Emilio Pacheco a través de la música: como muchos niños y adolescentes mexicanos que crecieron en algún punto de la década de los 90, cantar "Las batallas" de Café Tacvba era un mero trámite. Por lo menos yo no tenía la más remota idea de que la letra hacía alusión a la novela —como después me sucedió con "Killing an Arab" de The Cure, basado en El extranjero de Albert Camus.

Verán, me considero un lector promedio con un estrecho margen de gustos; las letras me enamoran con una facilidad casi condescendiente cuando se acercan al estilo que me es familiar... y ahora que hago este repaso me doy cuenta que esa familiaridad la estableció la cercanía de las letras de José Emilio Pacheco. Sin saberlo él ni yo, Pacheco estuvo presente, de manera discreta pero siempre acechante, constante, durante los años más importantes de mi formación como persona: a través de la encarnación musical cortesía de los Tacvbos durante mi secundaria; en la preparatoria, El principio del placer se apareció sin previo aviso entre mis lecturas obligatorias y vaya que lo hizo de manera disruptiva; la compleja simpleza de Las batallas en el desierto y la experimentación de Morirás lejos –que me dejó boquiabierto– me sorprendieron en la universidad; y más recientemente descubrí El viento distante, pero lo que me emociona más es que tengo todo su poemario aún por descubrir.

No soy muy asiduo a pedir autógrafos a personalidades o, en este caso, a autores. Sin embargo, conservo dos con mucho cariño: el de Fernando del Paso y el otro, el de José Emilio Pacheco, ahora adquiere un valor especial. Cuando la Feria Internacional del Libro de Monterrey le dedicó un homenaje en 2009, no tenía planeado formarme. Vaya, ni siquiera llevaba una copia de alguno de sus libros. Pero ya estando ahí decidí comprar El viento distante para acercarme justificadamente a él. Lo hice con una cosa en mente: agradecerle por escribir Morirás lejos y preguntarle si ya había fecha para su relanzamiento. Quizá pequé de ordinario con aquella pregunta, y es probable que lo esté haciendo de nuevo con lo que voy a decir, pero cuando lo recuerdo sentado ahí firmando libro tras libro, a mi mente sólo viene la imagen de ese viejecillo de caricatura de la película Up, su tierna joroba y los lentes de pasta gruesa.

Cuando le repetí por segunda ocasión la pregunta, sonrío y dijo algo entre dientes que no alcancé a escuchar. Me dio pena decirle que no entendí lo que me contestó, vi su firma en el libro recién adquirido y me di por bien servido con la sonrisa que me esbozó al referirme a esa obra tan extraordinaria.

La primera vez que leí Morirás lejos no tuve de otra más que hacerlo desde un mamotreto de fotocopias. De hecho todos los que llevamos esa clase de literatura con el maestro Ramón Martínez leímos la novela en copias engargoladas. La experiencia no fue tan incómoda como aquella línea introductoria, cuando José Emilio nos sitúa en la perspectiva de eme: “Con los dedos anular e índice entreabre la persiana metálica…”. Después, la angustia, el acecho y la persecución se cruzan en el tiempo y el espacio de esta novela, con un complejo e inteligente juego de voces que abarcan algunos de los pasajes más violentos de una parte de la Historia.

Tenía que tener ese libro, pero parecía como si hubiera desaparecido junto al terrible recuento estadístico que hace en "TOTENBUCH". Después de varios años de una intensa pero infructuosa búsqueda por conseguirlo, el año pasado apareció en mi puerta la edición que lanzó Joaquín Mortiz en 1986, un regalo de cumpleaños inesperado –pero atesorado– que me llevó a situarme una vez más como un observador privilegiado de la angustia de eme. Para no variar, José Emilio se apareció otra vez en un buen momento: inmediatamente después de leer Morirás lejos desempolvé El viento distante.

¿Qué estaba esperando para leer ese compendio de cuentos que había adquirido cuatro años antes cuando me lo firmó? Esa respuesta se aclaró en el instante en que terminé de leer “Jericó”, el último cuento de El viento distante que apenas se extiende página y media pero que brilla con una genialidad increíble. Con su destreza imaginativa para explorar temas de gran calado en tan poco espacio, todo cobró sentido: lo que más vamos a extrañar es la universalidad de José Emilio Pacheco.

Batallas con el maestro

por Ángel Plascencia

Nunca dejó de impresionarme lo extremadamente pequeño y ligero que era el libro de Las batallas en el desierto. Lo veía en mis manos y apenas consideraba que tenía el grosor de un folleto informativo. Cuando lo terminé de leer, empecé a leerlo de nuevo en varias ocasiones durante la universidad (época en que leí por primera vez a José Emilio Pacheco).

En aquellos años en que estudiaba en Guadalajara y asistía con religiosidad a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), entraba a las pláticas, hacía largas filas para las firmas de libros y cargaba con los ejemplares de los autores que quería su firma: José Saramago, Carlos Monsiváis… vivía mi etapa de las palabras rebuscadas y los parrafotes. Mientras más grueso el libro, mejor; discriminaba los libritos.

Entonces llegó a mis manos José Emilio Pacheco y su economía del lenguaje, su liviandad y sus frases precisas, al alcance de cualquiera. Lo recomendé: recuerdo que durante años fue mi referencia para iniciar a algún inexperto en la lectura: “está cortito”, decía. Y así terminé perdiendo mi primer ejemplar de Las batallas en el desierto.

Recuerdo que lo compré de nuevo, y luego para regalarlo. Me parecía un gran libro, por eso cuando asistí a la FIL 2005, el librito estaba en mi mochila. Llegué 30 minutos antes y esperé en la cola a que terminara el evento para recibir su firma. Pero ese momento nunca llegó, ninguna espera habría sido suficiente.

Insisto en citar a Las batallas en el desierto porque aunque he leído otros libros como El viento distante, la historia de Carlos me cautivó por su universalidad, porque cualquier niño (adolescente) puede entenderla: el enamoramiento de la mujer mayor, la incomprensión. Pacheco explica una parte y deja abierta otra, como en El viento distante, uno completa, con opiniones, acaso memorias.

Aquella tarde José Emilio Pacheco se negó a firmar mi libro, al salir como avestruz asustado del salón de eventos de la Expo Guadalajara, volteando, buscando a los alrededores, tanteando de aquí a allá, perdiendo la mirada en las puertas, las salidas. Yo, al igual que un séquito de una decena de lectores (fans, aunque deteste el término) íbamos de un lado a otro, oscilando con Pacheco: él ni nos miraba, buscaba un pasillo, un camino. Luego de más de tres o cuatro vueltas por los listones separadores de la fila, me negué a gritar como el resto lo hacía: “¡maestro!, ¡maestro!”, mi orgullo de crítico de los aduladores y barberos me impedía repetir el sonsonete.

Luego José Emilio Pacheco me miró: no pude hacer más que extender mis brazos con el libro y repetir el lastimero: “maestro”. Me miró, lo miré, se volteó desdeñoso y argumentó que no tenía tiempo mientras agitaba las manos y perdía la mirada en otro punto. De nuevo nos desplazamos todos, hostigosos, determinados, irreversibles, y de repente la tensión grupal explotó en cuellos estirados y puntas de pie, manos en hombro, luego el momento se desvaneció al verlo alejarse por donde salió: parecía que buscaba refugio al interior del salón, estar fuera de los gritos aduladores y las exaltaciones de su persona. Fuera de foco, en lo oscurito, en la esquina, en el fondo.

Aún recomiendo Las batallas en el desierto por cortito, para el lector primerizo que no busca mucho prosa intelectual, con mucha palabra, rebosante de adjetivos, sino más bien una historia ajustable, memorable, que reviva recuerdos para acomodarse al lector, que transporte. Así lo hacía el escritor que prefería mantenerse en lo oscurito, alejado de los lectores fastidiosos y las preguntas que (intentando absurdamente pensar como él) contaminan la historia que cada uno de ellos completa, y por la que lo llamamos: maestro.


La ilustración de portada fue hecha por Juanjo Güitrón.

El rastro de tus letras, Pacheco

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Fecha

03.feb.14

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