Ante el desconocimiento generalizado en este tema, es preciso hacer un ejercicio crítico sobre el Ingreso Básico Universal (UBI, por sus siglas en inglés) y su potencial aplicación en suelo mexicano.
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El concepto del UBI es sencillo, incluso en términos de políticas públicas es de fácil implementación (esto, obviamente, sin considerar los costos que implicaría). En su concepción más simple, el UBI se refiere a una renta mensual que el Estado asigna incondicionalmente a todos sus pobladores (de ahí su definición como universal), independientemente de cualquier otro ingreso que perciban. A diferencia de otros programas sociales o de apoyo, el UBI que impulsa Anaya se asignaría no nada más a las personas en condición de extrema pobreza o con alguna necesidad especial, sino a todos los ciudadanos del país sin distinción alguna.
El Ingreso Básico Universal tiene, como concepto, la particularidad de ser popular en derechas e izquierdas. Se podría decir que despierta todo tipo de pasiones, acuerdos y controversias políticas. Lamentablemente en México la propuesta que impulsa Anaya no ha generado mayor eco que los típicos ataques inocuos entre partidos en tiempos electorales; el vector principal de desacuerdo oscila en la poca factibilidad económica para su implementación, la percepción populista de la medida y la crítica a la figura de Anaya como político.
Aunque este último punto tiene cierta validez en el contexto general de las elecciones, sería muy improductivo ignorar este debate en términos del pobre elenco de candidat@s que se perfilan para el 2018. Sobre el populismo percibido, también es verdad que éste ha infectado tanto a las izquierdas como a las derechas y, al menos en México, la palabra carga una connotación negativa (fruto de nuestra adherencia histórica a la retórica derechista y a la condición servil de nuestra democracia). Cualquier política pública de claro beneficio a las clases populares es confundida de inmediato con una concesión de la que se espera lealtad política, clientelismo e indiferencia consciente ante problemáticas más profundas. Sin embargo, observar al UBI como una iniciativa asistencialista que solo busca regalar dinero –como el PRI regala vales de despensa– sería hacernos un daño al no entender el potencial reconfigurante que una medida tan radical podría tener en la sociedad mexicana.
En cuanto al tema de la factibilidad económica, es claro que se tendría que hacer un análisis más profundo. Es aquí donde también conviene adentrarnos en lo que implica este Ingreso Básico. Anaya propone canalizar todo el presupuesto de programas sociales para su implementación, esto permitiría disponer de 0.9 billones de pesos de acuerdo al Presupuesto de Egresos del 2018. Si consideramos que alrededor de 90 millones de mexicanos son mayores de 18 años, esto les significaría un UBI de 10 mil pesos al año. Sin embargo, de acuerdo a datos del CONEVAL, cada mexicano requiere un mínimo de alrededor de $94 pesos diarios para alimentos, vivienda, transporte, vestido, educación, cultura y recreación; si la intención de un ingreso básico universal es cubrir las necesidades mínimas de la población, entonces se tendría que asignar $34,310 pesos al año a cada mexicano, por lo que el presupuesto para el UBI que propone Anaya no alcanzaría; para ello se necesitaría un total de 3 billones de pesos, más del triple del presupuesto que plantea su propuesta.
Aunque en papel un ingreso asegurado de alrededor de $2,900 pesos al mes suena insignificante, sería un complemento importante para un gran porcentaje de la población que vive en diferentes niveles de pobreza. Según datos del mismo CONEVAL, en 2016 el ingreso promedio del mexicano no superó los $3,800 pesos mensuales. Esto nos obliga a ver con más detalle la propuesta de un Ingreso Básico, más allá de si ésta puede o no ser financiada actualmente, o si requiere de un esquema de impuestos diferente que permita su despliegue.
Los puntos que Anaya defiende para su implementación son bastante válidos: reducción de pobreza, cierre de la brecha de desigualdad, desvincular la necesidad de “calificar” como pobre para poder recibir apoyo gubernamental, eliminación de costos burocráticos de administración y gestión de múltiples programas sociales infructuosos, reducción del clientelismo político ligado a estos mismos programas, impulso a la economía desde la base y una ayuda al problema creciente del desempleo.
Es claro, sin embargo, que Anaya no ve el UBI como una reforma posibilitadora de un nuevo orden socialista o un método radical de redistribución de la riqueza; más bien su inspiración viene del technocapitalism (o tecnocapitalismo, que resulta de la combinación de las palabras “tecnología” y “capitalismo”) de Silicon Valley, en donde otros tecnócratas famosos como Elon Musk, Sam Altman, Mark Zuckerberg y Peter Thiel se han mostrado interesados en el tema del ingreso universal. Aunque el concepto es el mismo, vale la pena apuntar que la diferencia de enfoque es crítica para la conceptualización del programa y las posibilidades de cambio social de su implementación.
¿Por qué un sector con tendencias ideológicas enraizadas en la infantil visión de los libertarios de derecha estaría interesado –o a favor– de un programa a todas luces socialista? La respuesta es más sencilla de lo que se esperaría. La implementación del Ingreso Básico Universal puede salvar a ese mismo capitalismo que ha precarizado a la economía, a tal grado que el UBI se ha vuelto prácticamente una necesidad.
La visión tecnocrática de los nuevos acumuladores de capital acepta de forma abierta que el futuro se encuentra al borde de una automatización completa. Los trabajos, en todos sus niveles, continuarán siendo víctimas de esa misma disrupción que ha permitido que gigantes como Uber, AirBnB o Facebook se erijan como las nuevas plataformas de concentración de capital. Estas compañías –valuadas en billones de dólares– han sido exitosas como modelos de servicio al externalizar todo lo referente a trabajadores, activos fijos, gestión o incluso en la generación de sus productos (como el caso de Facebook, donde el usuario ensimismado en la plataforma y la información que genera es tanto el producto como el productor).
El ingreso básico permite de una manera “aliviar” la presión social de tener un creciente sector de la población mundial en trabajos temporales y precarizados, permitiendo a los emprendedores de estas burbujas tecnológicas seguir enfocando sus esfuerzos en solucionar problemas frívolos –ahí está el caso de Juicero– sin miedo a represalias de la base de la pirámide. Al mismo tiempo, el UBI funcionaría como un mecanismo para desarticular cualquier otro programa social, sustituyendo las protecciones estatales por un programa que podría también ser financiado por el sector privado, generando una especie de feudalismo corporativo. Si el UBI es visto desde esta perspectiva, se genera entonces una especie de política que pretende solucionar de un solo brochazo la pobreza, al tiempo que oculta, ignora e incluso fomenta los mismos mecanismos que la produjeron; es por ello que su concepción filosófica e ideológica resulta importante.
Podríamos decir que, en términos muy básicos, este UBI tecnocrático es un desincentivo de la revolución, o al menos de la reforma. Aunque en definitiva es sospechoso que los mayores proponentes del UBI sean los billonarios, no por ello debemos rechazar su exploración y maneras de implementarlo para potencializar un nuevo orden social, y no solo verlo como un parche a la precarización laboral.
Pero, siendo realistas, es ingenuo argumentar que el UBI es una distracción del potencial revolucionario, pues asume ese potencial con una total ceguera histórica. El neoliberalismo hace muchos años que desarticuló tal posibilidad. Muestra de ello es que la inevitabilidad de ese estallido –profetizado por Marx– no solo no se ha dado, sino que desde que las revoluciones socialistas fueron extinguidas antes del gran surgimiento fascista en el alba de la Segunda Guerra Mundial, el proletariado y la clase media pequeño-burguesa parecen cada vez más incapaces y menos deseosos de articular una izquierda revolucionaria. Basta con ver como los sectores más jóvenes de la izquierda caen ya sea en las promesas de utopías tecnológicas profetizadas por Musk, o en nociones superficiales de justicia social que ignoran la materialidad del conflicto de clase que nos tiene al borde del colapso.
El ingreso básico universal debe ser entendido como un remedio temporal a una falla sistémica. Es decir, mientras no se pueda desacoplar la noción del trabajo con el ingreso o, más importante aún, el trabajo con la capacidad de subsistir, este se vuelve únicamente una solución inmediata y necesaria para evitar colapsar un sistema que solo tiene sentido para algunos en términos ideológicos. La diferencia real entre un UBI entendido como un subsidio del one percent a uno que posibilite una nueva sociedad está en la capacidad de articular un conjunto de políticas radicales que permitan reconfigurar un futuro más equitativo y menos despiadado.
En Inventing the Future: Postcapitalism and a World Without Work, Nick Srnicek incluye como elementos clave de esa reconfiguración a la reducción de la jornada laboral, la automatización completa y la reducción de la ética del trabajo. Solo así se podría potencializar un futuro diferente. Esto resulta contraintuitivo para el clásico grito de batalla de la izquierda laborista que demanda empleabilidad para toda la población, y que se levanta en reacción ante la inminente pérdida de miles de trabajos con la amenaza de la inteligencia artificial. Pero situémonos en la presente realidad oficinista de México: hay que voltear a ver a la legión de Godínez administrativos cuya función pareciera simplemente tener llenas las oficinas –tal cual, como impresoras y escritorios–, mientras los memes matutinos del lunes evidencian cómo el odio por nuestros trabajos insignificantes se ha vuelto cliché. El problema no es la falsa noción de que un ingreso para vivir sin ninguna condición o acuerdo vinculante nos haría perezosos; sino la realidad de que el trabajo significativo como tal ha ido desapareciendo.
El Ingreso Básico visto como prestación verdaderamente universal y escalable, no solo para lograr subsistir sino para alcanzar una vida digna, permitiría devolver un poco de poder al superávit de trabajadores desplazados y marginados por la creciente desigualdad. Si lo entendemos no como las migajas de un futuro tecnocrático (en dónde la mayoría de la población no tiene cabida), sino como un incentivo temporal (mientras nos movemos a una sociedad post-escasez de costo marginal cero), entonces podemos ilusionarnos con una nueva posibilidad utópica que resulte técnica y tecnológicamente realizable. Sin embargo, más allá de las objeciones económicas y la confusión ideológica que resulta de una alianza entre el PAN y el PRD, la propuesta de este Ingreso Básico parece una mera puntada populista de un político impopular.
El ingreso básico universal como puntada política
Federico Compeán
02.ene.18