Para hacer frente al discurso antiderechos es preciso que aprendamos a desmantelar su falsa disposición de diálogo.
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Hace algunos días, el Congreso de la Ciudad de México prohibió y tipificó como delito a las “terapias de conversión”, es decir, «aquellas prácticas consistentes en sesiones psicológicas, psiquiátricas, métodos o tratamientos que tengan por objeto anular, obstaculizar, modificar o menoscabar la expresión de identidad de género, así como la orientación sexual de las personas». Agrupadas como Esfuerzos para Corregir la Orientación Sexual e Identidad de Género (ECOSIG), este tipo de “terapias” afirman curar o revertir la homosexualidad.
Como era de esperarse, grupos conservadores se opusieron y polemizaron el tema a través de redes sociales. Pero lejos de ser un esfuerzo aislado, esta reacción en realidad forma parte de una actitud ensayada frente a las discusiones públicas de las libertades civiles. Para dimensionar la coreografía, basta con echar un vistazo a la discusión sobre la despenalización del aborto en Veracruz, el intento de aprobación del matrimonio igualitario en Baja California o el amago en Nuevo León por aprobar el Pin Parental.
Esta última danza a favor del Pin Parental llegó a Nuevo León en enero de este año sin hacer mucho ruido, cuando el diputado Carlos Leal (PES) presentó la iniciativa. La propuesta se discutió hasta que en mayo finalmente fue rechazada, pero su éxito entre grupos conservadores se mantiene. Miembros de la Coalición SUMAS (asociación que se establece como defensora de la vida, la familia y las libertades) se han manifestado en el Congreso local varias veces para pedir —y conseguir— el compromiso de varios diputados y diputadas para revivir el tema. La conversación también se mantiene viva en Twitter, donde por lo menos una vez a la semana vemos #AMisHijosLosEducoYo como tendencia.
El fervor que causa esta iniciativa de reforma inspirada por Vox, un partido de ultraderecha español, resulta curioso y a la vez no. Llama la atención porque no es típico que un tema público sobreviva tanto tiempo; la discusión está viva desde 2016, año en que los libros de texto gratuito empezaron a incluir temas de educación sexual, situación que detonó las respuestas de estos grupos conservadores.
Y fue precisamente hace cuatro años que irrumpió en la discusión pública la “ideología de género”, término amplio que abarca todo lo relacionado con la educación sexual, diversidad y equidad de género. Desde entonces los grupos antiderechos acompañan sus reclamos con variaciones de la frase “no te metas con mis hijos”. El uso de esos fraseos aparentemente simplones le ha servido a los grupos conservadores para comunicar de manera sencilla su agenda. Aunque parezca una estrategia poco impresionante, limitada o aburrida, en el fondo no lo es: es preocupante porque lo vimos venir y no supimos cómo actuar al respecto.
Estamos librando —y perdiendo— una guerra cultural porque los grupos conservadores a lo largo de estos cuatro años supieron consolidar y vender su discurso. Sus palabras son las que apasionan, indignan y desincentivan el cuestionamiento y el diálogo. Sus frases son las que hacen sentir a quien las dice que está del lado correcto de la historia. Por eso cada vez más personas se animan a repetirlas y propagarlas, porque de fondo forman parte de este discurso que refuerza una visión de “lo correcto”.
La estrategia es tan simple y poderosa que deberíamos preocuparnos por entenderla. Para ello, en este texto dividiré algunas de las oraciones que utilizan en sus partes más simples. Al ahondar en sus sujetos y predicados encontraremos la clave de su eficacia.
Sujeto. La persona o cosa que realiza la acción expresada por el verbo.
“Estamos en una lucha para que el Estado no pueda imponer o prohibir preferencias a las personas por la libertad de expresión. El Estado no puede imponerle una educación ideológica a una familia”.
En todas las frases que se relacionan con este discurso hay dos tipos de sujeto: nosotros y ellos. Para entenderlo, lo primero que necesitamos establecer es quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Sobra decir que “nosotros” son los que están del lado del bien: personas religiosas, con valores y una estructura familiar convencional. Mientras que los otros, “ellos” —sean feministas, la población LGBT+, la izquierda, “los progres”, comunistas, obradoristas, migrantes y cualquiera que convenga— son los villanos del cuento. Aquí no es relevante si todos esos grupos realmente tienen una agenda en común cuando se trata de sus políticas, propuestas o movimientos: lo que importa es que son diferentes a uno, y todas esas palabras ya cuentan con una carga negativa. En los argumentos más vacíos del Internet no hace falta más que decir “tenía que ser una feminista” para descalificar y, a su punto de vista, ganarle a la oposición.
Predicado. Une la acción (verbo) con quien la realiza (núcleo del sujeto).
“A partir de hoy Familias Fuertes y Unidas establece con claridad que no votaremos en el 2021 por ningún partido ni ningún candidato que vaya en contra de la vida, en contra de la familia original, es decir, ya detectamos que varios partidos y varios diputados tienen una agenda de ideología de género”.
— Juan Manuel Alvarado, vocero de Familias Fuertes Unidas por Nuevo León
Si bien ya tenemos nuestros sujetos, con su carga positiva o negativa de entrada, todavía no están haciendo nada. Me atrevería a decir que los verbos son la parte más importante para que este discurso provoque las reacciones deseadas. Por el lado del “bien” tenemos a quienes promueven, defienden y educan, palabras que los ponen en posición de protectores, los caballeros que cuidan que “no te metas con” los inocentes. En contraste, están quienes buscan imponer, pervertir y destruir. En esta línea, ellos no van a educar, sino a adoctrinar e hipersexualizar a las infancias con ideología en lugar de ciencias.
Son verbos que sesgan fácilmente y se utilizan para desacreditar, presentando a una mayoría bien establecida en el poder como si estuviera en desventaja: víctima de una mezcla de violencia, perversión y atentados contra la moral.
¿Resulta sorprendente que tanta gente caiga tan fácil en este discurso? ¿Por qué el usuario promedio de Twitter o del grupo de WhatsApp de la familia extendida necesitaría investigar o verificar si el mensaje es claro? Los otros amenazan todo lo que es bueno y les pertenece: “mi libertad, mis derechos, mis hijos, los valores, mi familia y el hogar”. Basta con darse una vuelta por estos foros para ver imágenes que supuestamente comprueban esto —niños rubios en vestido y tacones frente a un escenario donde suceden actos sexuales explícitos. Las mismas imágenes superpuestas que circulan una y otra vez en espacios donde pocos verifican fuentes escritas y mucho menos multimedia.
Adjetivos. Acompañan al sustantivo para expresar propiedades del mismo, especificándolas o resaltándolas.
El gobierno de izquierda progre nos trae su #EscuadronIdeologico (sic), caricaturas de una ‘muxhe’ (travesti) y una ‘queer’ (sin género definido).
Este último elemento requiere de su propio apartado, ya que puede aparecer en el sujeto o el predicado y cumple la función de reafirmar un mensaje muy claro. Entre el sujeto y los verbos que le corresponden a cada uno ya hay una muy buena idea de quién está del lado del bien, ya nos escandalizamos por las cosas que van a “imponer” y “forzar” los otros. Sólo queda ponerle unos cuantos accesorios para asegurar que quede claro todas las maneras en las que ellos son malos. Y aquí vemos otra vez un revoltijo de todo lo que se les puede ocurrir que es malo, aunque no se acuerden lo que signifique o que los conceptos estén mal empleados. Lo importante no es describir de forma acertada una situación, sino despotricar cuantas emociones negativas sobre los otros sea posible.
Quienes en sus palabras defienden a la familia y la moral consideran que lo que hacen es sano, natural y tradicional. No sólo está la historia de su lado, sino la ciencia y la naturaleza. Por otro lado, quienes buscan destruir lo hacen a través de tácticas violatorias, totalitarias y radicales. Si no me creen, basta con ver tuits recientes de dos de las estrellas conservadoras del congreso local: Claudia Caballero y Carlos Leal.
Con estas herramientas, todas las personas tenemos la posibilidad de indignar a nuestros familiares, vecinos y conocidos, construyendo estas afirmaciones, si quisiéramos, al azar:
- (Nosotros) Defendemos la familia natural.
- Las feministas radicales adoctrinan a mis hijos.
- Los progres quieren imponer la ideología de género.
- Promovemos la educación sana.
- La izquierda quiere destruir la familia natural.
- A mis hijos los educo yo.
Lo más indignante, por lo menos para mí, es que este tipo de discursos superficiales funcionan y muy bien. Lo hacen porque apelan a las emociones más básicas de las personas, a su enojo e indignación, porque con fraseos tan “sencillos” y “claros” nadie se va a detener a preguntarse si una afirmación es cierta, si es una exageración o una vil mentira. ¿Por qué otra razón sería tan fácil para una diputada local publicar un tuit sin sentido que implica conexiones entre la pedofilia y la comunidad LGBT+? Una afirmación que, por cierto, es falsa, y lleva años circulando entre grupos de extrema derecha norteamericanos.
Lo más complicado es que, nos guste o no, son personas con las que tenemos que dialogar y no hay espacios para ello. Twitter, que es donde suelen suceder estas discusiones, funciona más bien como un espacio en donde las personas tienen un megáfono y lo usan para gritarse consignas de manera caótica. Dije que esto es parte de una guerra cultural porque los foros donde se presentan estos temas están diseñados para la polarización. Del lado de las personas antiderechos (que eso es lo que son) afirman tener la razón y viven con un miedo de que su estilo de vida sea directamente afectado si los grupos vulnerables alcanzan a tener los derechos que les corresponden. Del lado de los grupos vulnerables, que en esta historia son los malos, progres, pervertidos, entre otras cosas, no hay disposición para enfrentarse a este tipo de discursos, y con buena razón. Cuando se encuentran cara a cara son agredidas verbalmente por estas personas que creen tener un monopolio sobre los valores. Apenas el mes pasado, captaron en video a miembros de la Coalición SUMAS gritándole a una activista “¿ESO representa a la mujer? ¡Véanlo!”, en referencia a su apariencia física.
Esto me lleva a otro punto importantísimo: asumimos que el diálogo debe ser un espectáculo. Por eso terminamos con situaciones como el foro del CONAPRED sobre racismo que incluía a Chumel Torres, un comediante racista y clasista, frente a activistas que no sólo defienden sino forman parte de los grupos que él ataca a diario en sus medios. Buscar diálogo no debería de ser igual a dar plataforma, ni asumir que ambas partes tienen el mismo nivel de conocimiento o experiencias con el tema.
No hay necesidad de organizar un show en vivo entre un geólogo y un terraplanista, tampoco un debate entre una activista de Black Lives Matter y un miembro del KKK. No habría por qué pasar en las noticias un diálogo entre un periodista misógino y una joven a quien acosó verbalmente por Internet. Esperar que las personas discriminadas y violentadas tengan la paciencia y disposición para enfrentar a sus agresores y educarlos personalmente, es en sí una forma de violencia.
Al mismo tiempo, si permitimos que estas personas se mantengan en su burbuja y su propia cámara de eco y difundan sus pseudo opiniones para cualquiera que se las crea, tenemos un problema. Porque si nos zafamos por completo de la tarea de responder preguntas, serán estas visiones sesgadas y totalitarias las únicas disponibles. No olvidemos que ahora mismo el discurso de esas personas es lo convencional, van ganando y tienen acceso a nuestros representantes.
Además, fuera del ring de las redes sociales y los altercados captados en cámara, estas son personas con las que nos podemos topar en cualquier lugar: en el súper, en las clases y en el trabajo, y el desafío siempre será mayor para las personas vulnerables. Porque los antiderechos quieren pensar que no formamos parte de su realidad, que existimos en cuevas al margen de la sociedad donde damos rienda a una serie de perversiones. Al evitar la confrontación alimentamos la idea delirante de que no existimos y fortalecemos sus esfuerzos por ignorarnos.
Sin embargo, hacernos presentes en su realidad tampoco es una tarea fácil. De entrada, se requiere valor. Es probable que de esa confrontación salgamos lastimados física o emocionalmente, porque cuando por fin nos ven, lo hacen desde un desprecio cultivado por un discurso que se repite en sus feeds de Facebook y Twitter, en sus grupos de WhatsApp; cada día consumen, interiorizan y reproducen las frases que aseguran que nosotros estamos mal, que somos el enemigo y que sería mejor que no existiéramos.
«Aquellos que pueden beneficiarse de la manipulación de la verdad suelen encontrar a sus víctimas en aquellos privados de pensamiento crítico», escribió Maria Popova, comentarista cultural, en su libro Figuring. No describía a las personas antiderechos de nuestro tiempo, sino a la madre de Johannes Kepler que fue acusada de brujería tras la publicación de su manuscrito Somnium. El texto de Kepler tenía tintes semi autobiográficos pero sobre todo ficticios, entre ellos, el que la madre del protagonista es una hechicera: entre rumores, resentimientos y exageraciones, la madre del astrónomo fue acusada en la vida real de brujería por lo que contaba el manuscrito. Aunque Kepler consiguió al final su liberación, murió poco tiempo después por el deterioro a su salud que causó el encierro. La alegoría con la cacería de brujas no es nueva y se ha usado tanto por las personas oprimidas así como por sus opresores en un esfuerzo de pintarse como la víctima, pero sigue siendo útil tantos años después precisamente por lo que menciona Popova.
La polarización que vivimos actualmente no es más que una manipulación sobre quienes no utilizan su pensamiento crítico (nada les impide utilizarlo). Tenemos que encontrar los espacios para dialogar, dejando de lado el lenguaje cuyo único propósito es agredir, donde exista transparencia sin volverse un espectáculo que busca likes y views a toda costa. También debemos darle prioridad a la seguridad de los grupos que han sido más atacados, sin la obligación de encontrar un punto medio con quienes tienen como objetivo discriminar y oprimir.
Tristemente no vengo a ofrecerles una solución porque sencillamente no la tengo, pero sí quiero compartir algunas preguntas. ¿Cómo estamos frenando la posibilidad de diálogo a través de este lenguaje? ¿Cómo vamos a recuperar los espacios de diálogo sin vulnerar a quienes ya son vulnerables? ¿Cómo podemos navegar la polarización que insiste en marginar más a quienes históricamente han sido marginados? ¿Cómo lograrlo cuando la vida se nos ha reducido al espacio digital? ¿Cómo, a pesar de todo esto, conseguir fuerza para dialogar con esa gente que nos rodea y que nos dicen cada vez con mayor fuerza que no nos quieren ahí?
Para hacer frente al discurso antiderechos es preciso que aprendamos a desmantelar su falsa disposición de diálogo. La ironía es brutal porque esta idea yace en la misma religión que les motiva a marginarnos: «No resistan al que es inicuo; antes bien, al que te dé una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra».
Frente a los gritos de odio ofrezcamos diálogo y escucha, eso sí, sin ponernos en riesgo. Sé que se dice fácil, pero nombrar caminos es el primer paso para recorrerlos.
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La autora es una de las editoras de Espina Rosa, espacio con el que colaboramos para la publicación conjunta de esta reflexión.
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Silke Enkerlin Madero
02.ago.20