Texto

11.sept.2018

En resistencia

Ya estoy harta de depender de mi auto o del transporte privado para moverme incluso en mi ciudad. Yo quiero sentir la seguridad de quien hace suya la calle, quiero depender de mí, de mi voluntad, de mis piernas, y no sólo para mí, sino para todas y todos (todes, pues).

POR Diana Mo / Lectura de 10 min.

Ya estoy harta de depender de mi auto o del transporte privado para moverme incluso en mi ciudad. Yo quiero sentir la seguridad de quien hace suya la calle, quiero depender de mí, de mi voluntad, de mis piernas, y no sólo para mí, sino para todas y todos (todes, pues).

Lectura de 10 min.

Ya hace tres años y pico que me asaltaron, me quitaron mi auto y me dejaron sin una de mis primeras quincenas. Y aunque al poco tiempo recuperé lo robado, lo que ya no volví a tener conmigo fue mi confianza y mi seguridad. Ya hace tres años que salir a la calle es lo más difícil de mis días, a menos que lo hago desde de mi auto. Todo el tiempo busco agresores en las esquinas oscuras, en calles concurridas, en el señor de la basura, en el vecino. Se volvió una paranoia.

El jueves 11 de agosto de 2018 llegué con muchísima ansiedad y miedo a la monstruosa —pero bella— Ciudad de México. Temía perderme entre las multitudes del Centro Histórico, que alguien me llevara del brazo y me quitara todo. Yo pienso que esto no es gripa, no se quita.

A la mañana siguiente quedé de verme con un amigo de Monterrey que también visitaba la ciudad, nos topamos en el MUNAL y lo invité a lo que yo pensaba era una tienda de fanzines y que terminó por ser una biblioteca pública con ejemplares rarísimos y una curaduría extravagante.

Siempre trato de moverme en Uber o Cabify cuando visito otras ciudades. Estaba a punto de sugerirle irnos en uno de esos transportes privados para dirigirnos a la Col. Juárez cuando él, sin que yo me percatara, ya había verificado en Google Maps cómo llegar en metro. Me dice: “Está a pocas estaciones de aquí, en corto, vente, vámonos”.

Tragué saliva, lo miré a los ojos y antes de negármele o persuadirlo a irnos en Uber, le contesté: “¡Va!”. Él no tiene miedo y camina con la seguridad de que no le va a pasar nada. “Wey, es que yo amo esta ciudad, me mama el metro”, me platica mientras nos dirigimos a la estación Bellas Artes. Yo le sonrío por empatía, estoy aterrada de bajar al subterráneo.

Al bajar las escaleras decido, aunque sea por unos momentos, ser él: decido ser hombre y caminar sin miedo con la confianza que me entrega el mundo entero a manos llenas, y aunque no sé hacia dónde me dirijo, algo me conecta con él y caminamos a la par.

Camino rápido y esquivo gente. Nos topamos con el mapa del metro, me explica cuáles son las estaciones donde debemos abordar, transbordar y bajarnos y yo me las aprendo. “Está fácil”, me digo, y así seguimos nuestro camino mientras me desenvuelvo con mayor fluidez dentro del subterráneo. Me muevo tal como me acuerdo que hacía mi esposo cuando por primera vez me mostró esta ciudad que tanto ama, empecé a imitar sus movimientos y en mi cabeza repetí todas las indicaciones que hace ya tiempo me enseñó.

Terminamos el viaje y subimos a la calle, me sentí segura, grande y empoderada, sentí que podía eso y más. Seguí caminando con la misma seguridad, ya no le temía a nada ni a nadie, y eso que creía que no era gripe ya había desaparecido. Estaba contenta con lo que había logrado y se lo quería contar al mundo entero.

Días después, mientras trabajaba, en mis pensamientos volví a vivir ese gran acontecimiento de mi vida y me pregunté: ¿conozco a otras mujeres que finjan ser hombres por un día, que suban y bajen las calles sin miedo? No, porque no lo son.

No lo son porque regularmente tenemos miedo, a diferentes niveles, pero al fin miedo. A todas nos han hecho vivir experiencias horribles que no olvidaremos —al menos no sin terapia, pero no todas tenemos acceso a ella y ese es otro problema— y entonces toda la alegría que me provoqué se tornó otra vez en tristeza, en angustia, en enojo, y pues cómo no.

Ya estoy harta de depender de mi auto o del transporte privado para moverme incluso en mi ciudad. Yo quiero sentir la seguridad de quien hace suya la calle, quiero depender de mí, de mi voluntad, de mis piernas, y no sólo para mí, sino para todas y todos (todes, pues).

Dentro de mis reflexiones, termino por crear un thread en Twitter donde una de mis más grandes amigas y ejemplos de lucha me responde: “Caminar, andar en metro y en camión cuando se tiene el privilegio de no hacerlo es resistir por todas las demás, bebé. Eres fuerte”.

Entonces pienso que mi recorrido no es en vano, que lucho al frente y junto a todas las que caminan a diario para tomar un camión para irse a su trabajo. Lucho con mi madre cansada, pero indomable; con mis mejores amigas a quienes han manoseado y acosado en el transporte público. Lucho incluso hasta por quienes han sido desaparecidas en transportes privados, en las calles, en las universidades, estos lugares que también nos pertenecen y que nos arrebatan. Lucho porque nos encontramos en resistencia. Lucho a pie porque nuestro caminar es resistir.

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En resistencia

Escrito Por

Diana Mo

Fecha

11.sept.18

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